La creencia en la existencia de OVNI’S goza de una popularidad asombrosa y es, desde luego, todo un misterio todavía sin resolver. Sin embargo nunca se ha podido demostrar la presencia de un objeto volador extraterreste en nuestro planeta. Es cierto que todos hemos visto extrañas fotografías que parecen constatar esa realidad e incluso hemos escuchado o leído innumerables testimonios de personas que han asegurado advertir la presencia de un OVNI. Muchas veces esos testimonios provenían de reputados investigadores, de periodistas, de pilotos de avión e incluso de algún astronauta.
Si pensásemos por un instante, sosegadamente, la complejidad del universo, el inmenso espacio estelar todavía por descubrir, no dudaríamos en creer la posibilidad de vida más allá de nuestro planeta. A pesar de lo mucho que ha avanzado la ciencia en las últimas décadas podríamos afirmar que este conocimiento es sumamente mínimo si lo enfrentamos con el desconocimiento de la ciencia sobre bastantes temas. Las grandes teorías en astrofísica de los últimos años, por ejemplo, resultan a primera vista, si decidiésemos creer en ellas, una cuestión de fe más que de saber científico. Ya lo dijo Einstein: la imaginación es más importante que el conocimiento. Por ello, obras pertenecientes a la literatura de ciencia-ficción han formulado hipótesis que después los científicos han estudiado con desconcertante seriedad. Pongo el ejemplo de la máquina del tiempo de H.G. Wells o la teoría de la clonación que formuló Huxley literariamente en A Happy World y que ahora es una realidad. Esperemos que esa otra obra de H.G Wells llamada La guerra de los mundos no se haga cierta en un futuro.
El fenómeno extraterreste ha supuesto un caudal literario importantísimo dentro y fuera de los libros. La misma sociedad, con sus creencias populares, se ha ocupado de alimentar tal irrealidad hasta extremos inquietantes. ¿Y cómo negar lógicamente algo que lógicamente no se puede afirmar?
Posiblemente el origen de esta creencia tenga mucho que ver con algunos pasajes de la Biblia, fuente primordial de nuestra cultura, donde se da testimonio de numerosas apariciones relatadas como milagros y también, curiosamente, de fenómenos extraterrestes, por ejemplo en este pasaje del Génesis donde se relata la aparición de una nave conducida por Jehová: era capaz de escupir un fuego que podía abrasar de golpe a 250 hombres o de destruir ciudades enteras.
Las creencias populares son resultado de un proceso cultural de asimilación religiosa que ha degenerado, por la imposibilidad de verificación, en falsas visiones o mitos. Los griegos creaban un mito para cada fenómeno de la naturaleza sin resolver, la mitología fue, de hecho, otra religión, basada en creencias populares que han ido refutándose ha medida que el saber científico desvelaba las propicias y lógicas respuestas. El supuesto fenómeno extraterreste no deja de ser otra mitificación de lo desconocido, donde la ciencia, como siempre, tiene la última palabra. Esta creencia popular, por tanto, es falsa, como cualquier creencia –imaginativa- que no puede ser demostrada completamente.
Los dioses, los ángeles, los vampiros, las naves… ¿No serán necesidades a lo largo del tiempo alimentadas, quizás, por un vacío de saber de nosotros mismos y de lo que nos rodea? ¿No dormirán nuestras expectativas de conocimiento en el ‘inconsciente colectivo’[1]? Seguramente, pero, a pesar de que la creencia no es más que eso, una cuestión de fe, no deja de ser una posibilidad de progreso. Pensar la posibilidad es ya abrir una nueva puerta a lo posible.
Este tipo de creencias radica en una especie de necesidad colectiva por interpretar como algo superior aquello que, por carecer de base real, nos supera. Afirmar la existencia de algo que científicamente no se puede demostrar es afirmar lo inexistente. En el caso del arte o del amor, lo inefable.
Las creencias populares son necesarias, pues añaden al conocimiento científico una cierta limitación y avanzar en el saber científico supone pasar de la imaginación a la ley irrefutable. Afortunadamente la vida no sólo se compone de leyes irrefutables desveladas por el ser humano. Llegar a saberlo todo podría ser, a fin de cuentas, muy triste y aburrido.
[1] Con esta expresión me refiero a la famosa teoría del psicoanalista Carl Jung, conocida también como ‘Arquetipos de Jung’.
1 comentario:
Yo diría que saberlo TODO más que ser aburrido sería el inicio del Gran Aburrimiento. Ahí ya no quedaría más remedio que suicidarse, aunque tampoco valdría la pena el esfuerzo, puesto que sabrías todo lo que conlleva, incluídas sensaciones y demás. Así vistas las cosas, Dios, que todo lo sabe, debe de aburrirse de mala manera, pero siempre tiene la opción, puesto que es omnipotente, de suprimirse temporalmente los conocimientos relativos a tal materia para tener algo en lo que entretenerse, v. gr.: decide olvidar el contenido de Don Quijote de la Mancha justo antes de empezar a leerlo. Así vistas las cosas, se lo tiene que pasar de puta madre... Por eso decía yo en un comentario a Jony que,puestos a elegir en qué reencarnarme, elegiría ser dios, así, con minúsculas, que ya le pondría yo, una vez lo fuese, la mayúscula.
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