Al leer a Platón reflexionando
sobre el amor -también recuerdo ahora tratados de Schopenhauer, Ovidio o Fromm-
uno se pregunta hasta qué punto se puede llegar a conclusión alguna sobre este tema
por medio del lenguaje, incluso en su forma más poética. Los filósofos elaboran
puntos de vista que ciertamente, por sublime que sea la exposición, dejan un halo de insuficiencia en lo apuntado, la sensación de que se podría haber dicho
mucho más, de que se podría haber tocado un poco más a fondo la esencia. Esa
sensación, considero, es la correcta, pues el amor, su evocación, aspira a
confirmar lo infinito del ser, y en ese ensayo de confirmación subyace la
aspiración definitiva, el cénit, siempre por conquistar. Las palabras articulan
impresiones, vagas resonancias, efímeros objetos que poseer y que el tiempo
desaloja en el silencio hacia un nuevo imaginar. El amor, al pasar por la
palabra, es, de este modo, así, imaginado; pero en su expresión directa sobre
el pecho latiendo, sobre el corazón, es vivenciado. Esa expresión, esa huella
en lo humano de nosotros, quiere objetivarse en el lenguaje, quedarse para
siempre, buscando revivir la sensación primera, la llamarada, el vislumbre
acaso poseído, conquistado.
El amor, apunta Platón, “nos
vacía de hostilidad y nos llena de familiaridad”. Ciertamente nos arroja a ese
vacío sobre el que se eleva una intimidad tan intensa que evapora cualquier
sentimiento de hostilidad. Una intimidad que constatamos universalmente
compartida, un abrazo que se extiende a lo unánime, al sentido de familiaridad,
de unión con el todo. El ‘habla’, cuya raíz es la misma que ‘fama’ (de familia)
es el medio que nos permite comunicarnos, ejecutar esa familiaridad por medio
de la voz, arrojando significados mutuamente entendidos. Cuando uno entiende a
otro está actuando la naturaleza del amor por medio del lenguaje, al igual que
por medio del cuerpo lo haría un abrazo o una mirada comprensiva. Lo que el ser
humano busca, para lo que está diseñado, es para esa comprensión mutua, para la
realización de ese amor en la naturaleza. ¿Qué es –podemos preguntarnos- lo que
amamos? Y automáticamente se nos presenta una especie de objeto al que amar,
pero un objeto que ha de corresponderse en identidad con un sujeto. Pues, ¿qué
otra puede amarse fuera sino es lo que se desea desde dentro? Y, volviendo a
Platón, “no es otra cosa que el bien lo que aman los hombres”. Sentencia que a
primera vista se presenta paradójica, pues si realmente amaran sólo el bien los
hombres no habría sufrimiento, ni violencia, ni caos. Dejemos esta
consideración para la reflexión personal.
Diario La Verdad, 9-9-2012
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