A
menudo se dice con acierto que la crisis actual es una crisis de valores, un
estado de confusión cívica y ética que nos ha llevado al precipicio de nuestras
aspiraciones, cuando ya no quedan más vueltas de tuerca que dar –se agotan los
recursos y las soluciones- y muchos gobernantes suplican a los cielos que la
bolsa se despierte de buen humor y que la prima de riesgo no suba demasiado.
Datos, estadísticas, análisis de valores bursátiles… y un largo etcétera que se
traduce en un desasosiego capaz de dar náuseas al mismísimo Sartre o de
inspirar graves relatos de terror al romántico Poe. En este desasosiego global
cabe remarcar algunas notas para la reflexión, empezando por subrayar el
carácter de estas consideraciones, que han de tomarse como una invitación al
análisis de conciencia, no de la ajena, sino de la propia. Si uno quiere asumir
con honestidad su papel en esta sociedad, la voz y el voto que verdaderamente
estaría dispuesto a protagonizar, considero que se debe abordar la cuestión en
primera persona. Lo interesante de esta oportunidad para lanzar una mirada
crítica es el camino que abre, las puertas que quedan abiertas cuando uno ve la
inutilidad de mantener viejas convicciones. Veámonos como los gobernantes, no
como los gobernados. Retomemos la conciencia de ser el timón de esta sociedad;
y sólo así nadie será capaz de manipularnos.
La
utopía es posible porque la capacidad de soñar no se perderá mientras perdure
el género humano. Un buen gobernante no ha de vivir al día tratando de salvar
los trastos de su casa, sino que ha de aspirar a un proyecto claro en el que se
vean reflejadas las voluntades de la mayoría. Pero esta mayoría debe saber lo
que quiere, debe dictar de alguna manera su destino a través de su acción
participativa en la sociedad. Una sociedad sana y “sostenible” debe velar por
su propio mantenimiento y negar con contundencia que se la trate como un mero
objetivo para el consumo y otros intereses de mercado. Hoy día el sinónimo más
parecido para el individuo es el de “consumidor”. En realidad, la palabra
“individuo” está perdiendo su valor, el sujeto se está evaporando, está dejando
de respirar ese preciado valor conquistado por la modernidad y el humanismo
llamado “individuo libre”. El consumidor-objeto sólo tiene una característica:
su nivel adquisitivo. Difícil es saber hoy día para quién se gobierna y para
qué. Ese objetivo, ese proyecto social que el humanismo aportó se está
desintegrando hoy. No podemos pretender que un sistema degenerado, altamente
tóxico, intoxicado de capitalismo, nos siga ofreciendo todas las garantías a
las que un auténtico estado de bienestar aspira. Un sistema enfermo no sabe
procurar salud, su sino es degenerar, envilecer la igualdad, hiperbolizar las
desigualdades, subir al trono a los agraciados por su buena fortuna en el juego
inhumano del capital y la descarnada competencia, y exprimir al unísono a los
que han sido descalificados –incluso antes de empezar a jugar- de la primera
división de la lucha por el poder. Pero en todo esto el drama es cómo está
estructurado el asunto, es decir, la trama de codicia y vanidad que pervierte
todo sistema, llámese democrático, socialista o republicano. No hay otra cosa,
no es otro el mal, no es otro el germen del problema que el egoísmo, eso tan primario
que en los adultos crece y se bifurca con el tiempo en un sinfín de senderos de
una complejidad psicológica que Freud ni siquiera sabría desentrañar.
Ya Tomás Moro, autor de la obra “Utopía”, en el siglo XVI, escribió: "Así, cuando miro esas repúblicas que
hoy día florecen por todas partes, no veo en ellas - ¡Dios me perdone! - sino
la conjura de los ricos para procurarse sus propias comodidades en nombre de la
república. Imaginan e inventan toda suerte de artificios para conservar, sin
miedo a perderlas, todas las cosas de que se han apropiado con malas artes, y
también para abusar de los pobres pagándoles por su trabajo tan poco dinero
como pueden. Y cuando los ricos han decretado que tales invenciones se lleven a
efecto en beneficio de la comunidad, es decir, también de los pobres, enseguida
se convierten en leyes." Esta consideración crítica, tan contemporánea,
nos sirve hoy día para ilustrar el estado de la cuestión. Necesitamos, por
tanto, aclarar ideales, propósitos, saber qué proyecto podemos poner en común
si no queremos que esta sociedad continúe sosteniéndose bajo la sombra virtual
de un tablero que se juega en los grandes mercados y que nos deja todos los
días fuera de juego, excluidos de nuestro destino, con los brazos cruzados
frente al televisor de la impuesta pasividad. Pero no son los gobernantes –en
estos momentos- quienes tienen la palabra, sino los gobernados, y ellos,
nosotros, somos los que hemos de decir, una y otra vez hasta retomar el
protagonismo, lo que queremos hacer con nuestras vidas. Para ello esta sociedad
necesita cultivar su futuro desde las más hondas raíces con un pensamiento
libre, colectivo, que funde nuevos valores y quizá, el día de mañana, genere
legítimos gobernantes no inspirados por la ambición de poder personal sino por
el espíritu “democrático” de servir a sus semejantes, de luchar por un futuro
que incluya y no excluya, que perdure ilusionándose con metas que reúnan todos
los ingredientes que el hombre es capaz de desarrollar en sus múltiples
facetas. No vinimos a esta tierra únicamente para enterrarnos en ella, sino
para poder mirar al cielo y descubrir que hay alturas reales en nuestros
sueños.
Diario La Verdad, 20 de mayo de 2012
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