Nada como el viento surrealista
para reconciliarnos de vez en cuando con la realidad, nada como un sueño para
poner en evidencia este otro sueño de la vigilia que tanto amamos y que tanto
sufrimos en su verdad. Esa palabra, “surrealismo”, que traspone los sentidos,
que confunde toda configuración preestablecida, está ahí para devolvernos a la
inocencia, para evocar un amor que no sigue ninguna ruta, que se presenta tal
cual, aportando la perplejidad de la belleza en un instante total. Todo arte
está hecho de este enigma surreal, pues todo arte sueña imitar la realidad. Es
la imposibilidad metafísica de abrazar lo real lo que nos arroja al símbolo, al
lenguaje, en definitiva. Pero lo que todo ello esconde, o desvela mejor, es que
el verdadero nombre de la realidad, como apuntó Octavio Paz, es “inocencia y
maravilla”. Y en ese punto tiene lugar, sigo con el poeta mexicano, toda
revolución y rebelión, toda revelación. Esta cualidad de la inocencia es el
germen del hombre, su posibilidad de nacimiento, su rastro original parido del
orbe creativo en su apasionada danza de reproductividad. La mirada surreal
confiere al paisaje cotidiano un destello mágico, un hondonada poética que
ilumina y vivifica toda contemplación (sólo hay que recordar los insólitos
paisajes dalinianos o las metáforas
deslumbrantes de Breton). Hoy en día necesitamos beber de esa fuente de
asombro ante la vida, de ese contemplar las cosas como nunca las vimos,
prescindiendo de los viejos esquemas.
Cada suceso, cada hecho que se
presenta goza de la cualidad sagrada de la novedad: y sólo esta virtud puede
devolver al corazón su latido vibrante y apasionado. La crisis que vivimos es
producto del aferramiento a lo viejo, del haber aprendido a vivir de un único
modo, buscando lo seguro, lo estable, lo previsible, atándonos a ya caducos
esquemas impuestos que sólo nos aportan temor, inseguridad, un miedo
estremecedor. La ética capitalista (eco atronador de la moral protestante) ha
sembrado este pánico entre sus mismos súbditos. El egoísmo, la competitividad,
la explotación y expoliación salvaje de los recursos, la voluntad de dominio,
el pensamiento del “cada uno tiene lo que se merece”, todo ello se ha impuesto
paralizando nuestra libertad. La democracia ha dejado de significar esa ideal
etimología griega de gobierno del pueblo para ser, como siempre, el gobierno
del poder y la subyugación de los demás a él. Poder de unos pocos que solamente
quieren más poder (porque están convencidos de que sólo ellos lo merecen),
dentro de un mercado diseñado para ello, cuya moneda de cambio es lo que,
nosotros, el pueblo, le generamos a cambio de unas pocas sobras cargadas de más
miedo, de recortes vendidos –e impuestos- como necesarios… Pero cada día menos se creen esas
grandes mentiras, cuando vemos que las grandes empresas, los grandes bancos,
son mimados y reflotados por los gobiernos, mientras la sanidad o la educación
es amenazada bajo la política democrática más eficaz: la siembra del temor.
Sin embargo, no hemos de añadir más desesperanza a la que nos quieren imponer
para mantenernos callados y temblando. Es el momento de reafirmar la
posibilidad humana de crecer en sus valores más verdaderos: esos que no se
conforman con aceptar el horror sino que lo trascienden mirando más allá de él.
La rebelión no empieza en las calles, sino en el corazón de cada uno, en esa
inocencia, jamás contaminada, que es capaz de visualizar, a pesar de que
pretendan ponernos una enorme venda en los ojos, la verdadera justicia, la verdadera
ideología humana, el verdadero camino hacia el bien común. Cuando esa chispa
hace luz, cuando esa semilla brota, el corazón colectivo es imparable, pues, la
verdad, como afirma el dicho bíblico, no se puede ocultar. Y la mentira, por
consiguiente, no se puede mantener por más tiempo. El ser humano ha de
reconocer que no es lo que le han hecho creer, ha de ver claramente lo que no
es. Pues lo que es siempre está por ser, por nacer, por concebirse desde ese
milagro poético que es la vida, manantial inagotable y espontáneo de todo
nacimiento. Ese espíritu joven, puro y creativo es el necesario para reavivar
un espíritu colectivo que sólo unido puede prosperar, unificando voluntades en
una misma seña de identidad que deje de lado, a su vez, afanes egoístas de
cualquier índole. Nadie es más que nadie; ese es el supuesto lema de la
democracia que toca hoy defender. Nadie está por encima de otro en sus
derechos. El individualismo carece de sentido sin un fin colectivo, por lo
tanto esto no es una lucha, sino una inagotable comunión de destinos. Guardemos
silencio ahora por unos momentos, dejando que brote esa inocencia tan nuestra
que nos permita ver desde este instante, y a cada segundo, un mundo nuevo,
hecho de nosotros.
Diario La Verdad, 22-04-2012
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