En la confluencia de dos caminos uno advierte que su destino era el mismo. Quizá vuelvan a separarse y ya jamás se crucen, pero tuvieron en común un lugar que ya por siempre los hace interdependientes. Así es el arte y la vida, dos dimensiones conectadas, casi –en ocasiones- indistinguibles. Un ejemplo de esta intersección existencial puede ser representado por el símbolo de la cruz, donde lo aparentemente opuesto, lo vertical y lo horizontal, yin y yang, se juntan formando una sola figura: y lo que podrían ser líneas aisladas, separadas sin tocarse hasta el infinito en caminos paralelos, son así líneas infinitamente halladas. Esta es la magia suprema del cruce de caminos, del encuentro o de la sincronía que prefija el destino para el suceso extraordinario, ese con el que cuentan todas las vidas y que de alguna forma es capaz de infundir un sentido metafísico al devenir cotidiano. La cruz, una vez que ese matrimonio de líneas ha tenido lugar, ya es por siempre una sola figura, unidad indivisible (nacida aparentemente de una lógica dualidad espacial). El arte y la vida, del mismo modo, han surgido para ser en comunión y ambos tienen su razón de ser en el resultado de su combinación. “Cruz” significa “luz del Gran Fuego”, expresión que representa un motivo visual cargado de energía y simbolismo; y la famosa cruz ansada egipcia podría traducirse –en el sistema jeroglífico- por “vida” y “vivir”. En el “Timeo” de Platón “el demiurgo vuelve a unir las partes del alma del mundo, mediante dos suturas que tienen la forma de una cruz de San Andrés”, escribe Juan Eduardo Cirlot en su “Diccionario de símbolos”. A menudo, nos dice el mismo autor, la cruz tiene la forma T, “para resaltar más la oposición casi igualada de dos principios contrarios”. T ésta que se corresponde con la primera letra del apellido del pintor catalán Antoni Tàpies, recientemente fallecido, quien a menudo también trazaba en sus cuadros una cruz o una T.
La cruz ha sido lo que más me ha fascinado siempre de las pinturas de Tàpies, representando un auténtico misterio, una evocación o una especie de clave que pedía resolverse en los ojos intuitivos del que contempla la obra. Pero nunca me detuve demasiado en hacer interpretaciones de sus trabajos (en resolver y desmitificar el enigma), prefería quedarme capturado por ese silencio místico o inusual rapto a la manera de Santa Teresa que conformaba la primera impresión, el primer contacto con el trazo sensorial y desértico expuesto en la materia. Observar el firmamento pictórico de Tàpies pone al espectador sincero –el que mira con el corazón desnudo- frente a la imposibilidad del decir, arrebatado su intelecto frente a un escenario que representa el momento detenido, lo más semejante al vacío. El poeta José ángel Valente, quien creo que mejor lo interpretó (o quien mejor tradujo en palabras los discursos de luz callada del pintor barcelonés) dice que el arte de Tàpies tiene “la textura de la meditación”, de donde emerge la “contemplación de la materia” como una auténtica “experiencia de la unificación”, contemplación que es siempre una profunda interiorización, un viaje hacia el centro del espíritu, de la iluminación. Muchas de sus obras respiran una quietud búdica que estéticamente llama al éxtasis, al nirvana, a la disolución del que contempla con lo contemplado.
Crear arte, que como dijimos es lo mismo que vivir, supone respirar plena y receptivamente el momento de la creación, cosa que también advierte Valente (“Crear es generar un estado de disponibilidad, en el que la primera cosa creada es el vacío.”) Uno se queda abierto y absorto, dispuesto, dejando que la creación pase por él: esperando a que la creación misma le respire o le penetre. El creador es canal de lo que pueda suceder en el momento sublime de la creación y éste sabe que más allá de la forma hay un silencio que es padre natural de lo que allí nazca. Silencio como el papel en blanco para el poeta, como el lienzo desnudo esperando a vestirse con los ropajes sensoriales, espirituales del dibujante. Silencio que es trasfondo y paisaje por el que pasan los caminos que se juntan en cruz. El artista pacta con la materia retratar su verdadera imagen: el espíritu que la anima. Puede decirse que el artista contempló un día la creación ardiendo en su mirada y la plasmó en los confines de la nada: pues es ahí de donde proviene todo arte, del silencio creador, del caos ordenándose, del contacto poético con la materia, apabullante secreto del vivir, que al tiempo que nos nombra mortales nos hace sentirnos dioses completos y sin nombre frente a la obra de arte.
Diario La Verdad, 12/02/2012
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