Ser
feliz es el gran objetivo humano, la razón de ser y el impulso con el que se
mueven todas las emociones. Felicidad, entendámosla así, como un deseo o
motivación hacia la consecución del placer. Toda acción, incluso una altruista
que parezca que en nada beneficia al que la comete, es el resultado de una
expectativa de logro de algo. El altruista sentirá su deseo de dar satisfecho,
y el egoísta su deseo de recibir. Hasta aquí parece que la cuestión de la
felicidad se ha resumido en algo muy sencillo: una sensación de satisfacción.
Vemos, según este punto de vista, que ser feliz es entonces una consecuencia,
pues si fuera un fin –como en la paradoja de Aquiles y la tortuga, partiríamos
siempre de la desventaja de una insatisfacción ‘que desea’ ser satisfecha:
donde la ilusión de esa necesidad
impediría –por su condición deficitaria- el vislumbre de una ausencia
real de necesidad. Partiendo de estos postulados concluimos que la felicidad de
ningún modo puede ser un fin y que, precisamente, cualquier estado de felicidad
consistiría en no necesitar de ella (como ya concluyó Séneca).
Un
lúcido filósofo y economista francés, Serge Latouche, ha realizado una
afirmación que, tal y como hemos visto, no dejaría de sorprendernos según
cualquier precepto de sabiduría clásico; pero sí a la luz de nuestro antagónico
mundo capitalista. El citado filósofo –entre otras cosas- ha afirmado que “la
gente feliz no suele consumir”. Por esta razón nos invita a ‘vivir con menos’ y
ha considerado el “decrecimiento” como una alternativa al capitalismo. Ir hacia
atrás de algún modo en contra del engañoso “desarrollo sostenible” que no deja
de ser otra forma de referirnos a un consumo imparable. La ansiedad colectiva
del desarrollo puede apreciarse con los aparatos electrónicos, cuya
obsolescencia es cada vez más veloz. Casi todo lo que consumimos viene ya con
fecha de caducidad inmediata. El masivo consumo no es el mal en sí, lo es la
causa de éste: la creciente insatisfacción patológica que sufre el ser humano.
El
referido Séneca y otros estoicos, empezando por su fundador Zenón, afirmaron
que una persona feliz es quien acepta completamente lo que es y, en ningún
modo, desea ser lo que no es. Sin embargo, pasados los siglos, hemos constatado
que nuestra sociedad ha preferido jugar a ser lo que no es, a alejarse de la
naturaleza, de la vida espontánea y sencilla, escogiendo un escenario de
artificialidades fútiles. Hemos ido adquiriendo necesidades cada vez más
antihumanas, hasta el punto de que muchas enfermedades son el resultado de este
modo de vida (contaminado). La raíz de este problema es que realmente uno no
sabe ya lo que quiere, que la sociedad ha establecido un modo de vida,
autodestructivo, del que es inevitable participar. Por eso, la aseveración de
Latouche así como cualquier otra que nos haga tomar una pausa para respirar y
pensar detenidamente acerca del modo de vida que llevamos, es de agradecer en
estos tiempos de absentismo moral. Hoy en día cualquier postulado moral serio y
decente parece ir en contra de los intereses del mercado y del sistema, lo que
es razón de más para estimar la gravedad del asunto, para reflexionar sobre el
laberinto en que nos hemos metido. Cito de nuevo a Latuoche: "Vivimos
fagocitados por la economía de la acumulación que conlleva a la frustración y a
querer lo que no tenemos y ni necesitamos".
Diario La Verdad, 4-12-2011
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