Goethe sentenció en algún momento
–variando el Evangelio de San Juan- que en el principio era la acción. Cambio
sustancial en la proposición supone ese paso del verbo a la acción; ese verbo
que la cultura judeocristiana siempre entendió como el origen (‘bereshit’) de todo. La
importancia de las ‘sagradas’ escrituras, del documento textual como huella
casi presencial de la palabra de Dios, ha sido un germen de identidad que ha inscrito
en nuestras mentes una realidad determinada. Y aunque Goethe, tomando impulso
romántico, proclamase a la acción como ese principio genuino del hombre, más
han sido los indicios que nos han llevado a pensar que no, que fue la palabra,
el logos, el pensamiento… El psicoanalista Jacques Lacan corrigió de esta forma
al genio alemán: “Era ciertamente el verbo el que estaba en el principio y
vivimos en su creación. […] La ley del hombre es la ley del lenguaje desde que
las primeras palabras de reconocimiento presidieron los primeros dones”. Las
fronteras del lenguaje encierran nuestro mundo, más allá de él sólo está el
misterio, el sol fuera de la caverna platónica, una realidad que nos sobrepasa.
¿Hay algo más allá de las fronteras del lenguaje?
Conviene que el hombre se haga de
vez en cuando esta pregunta y trate de investigarla. El pez nunca se pregunta
si hay otro mundo fuera de la pecera, da por hecho que su realidad es la que
tiene delante de él. No conoce límites porque no explora la posibilidad de que
los haya. Algo así nos pasa a nosotros. Solamente, muy de vez en cuando,
alguien descubre algo nuevo –alguien que se atrevió a explorar esos límites- y
ocurre un salto ‘cuántico’. Pero todavía hoy el ser humano es reticente a dar
pasos demasiado largos, quizá el temor a que tras esas fronteras se esconda un
precipicio le mantiene alerta y desconfiado. Y por todo ello damos por sentado
que el lenguaje es nuestra única patria, y que más allá de eso –lo dedujimos de
Heidegger- no somos nada; pura inmanencia. (“El lenguaje es la casa del ser”, escribió.)
Toda palabra es metáfora, una
referencia a la cosa. Pero nunca una palabra fue la cosa ni tampoco la rosa de
Umberto Eco. Una palabra es una mano que señala. Uno puede quedarse mirando a
la mano, pero difícilmente verá así a lo que apunta. Podríamos ver el lenguaje
como una metáfora de la libertad humana. El lenguaje nos da la autonomía, la
virtud y el don del pensamiento: creación de mundos y realidades, posibilidad
de inventiva e imaginación. Lenguaje son los sueños, las matemáticas, los
cuentos de misterio, cualquier partitura de Chopin, el ajedrez, una metáfora de
Manrique, las campanas de la Iglesia o ese reloj de arena que marca el comienzo
y el final de nuestros actos. De lenguaje están hechas todas las acciones que
llevamos a cabo, su propósito, sus expectativas. De lenguaje están hechas las
ciudades y sus calles, los nombres de sus calles, las señales de tráfico, la
numeración de los portales y los letreros de las tiendas. De lenguaje están
hechos los periódicos, Internet, la publicidad, la televisión, las cuentas
corrientes, la previsión de gastos y de ingresos. ¿Qué hay –para resumir- que
no sea lenguaje? El color del lenguaje, además, es el de la percepción. La
palabra es lo que señala, pero aquello a lo que señala recibe el tinte del
observador, que dará un color y apreciación determinada. Este paisaje será más
bonito que este otro, no hay ley para ello, puesto que el origen del lenguaje
es -sin duda- emocional. Y aquí se complica todo un poco más.
Todo lenguaje nos
permite la comunicación, ser cuerdos y cordiales unos con otros, palabras éstas
que comparten una misma etimología, (‘cordis’, corazón). La cordialidad es una
forma de cordura compartida, un mutuo entendimiento. Toda palabra es también
recuerdo, una recurrencia. Al mirar la nube automáticamente conectamos con la
palabra ‘nube’. Recordamos que eso que vemos es una nube. ‘Recordar’ también
viene del latín ‘cordis’, esto es, que significa “volver a pasar por el
corazón”. Así es que toda palabra tiene –como decimos- un origen emocional. Así
que para hablar o para pensar hemos de pasar por el corazón algo -¿el qué?, ¿el
alma?-, para recrear el lenguaje, el mundo, la realidad y la cordura. He aquí
la pregunta inicial. La duda existencial. El pez que quiere explorar más allá
de la pecera. Entonces: ¿Hay algo más allá de las fronteras del lenguaje? No
hay mayor esclavitud, como afirmase Goethe, que quien falsamente piensa que es
libre. El lenguaje –probablemente- no es la libertad, aunque constantemente
apunte hacia ella.
Diario La Verdad, 09/10/2011
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