En mayo de 2011 asistimos al impacto de una noticia mundial: la muerte de Bin Laden, el rostro por antonomasia del terrorismo, la personificación misma del mal, compartiendo la misma nefasta categoría que otros personajes como Hitler, Stalin o Nerón. Muchos han afirmado que el mundo se queda mucho más tranquilo al ser disuelta la sombra de un enemigo de Occidente que rondaba en los malos sueños de gobernantes y ciudadanos pero que, como bien sabemos, no supone el suspiro final y que incluso el temor ha podido verse acrecentado temiendo las posibles represalias de seguidores e integrantes de Al Qaeda. El terror global ha sido desde el 11-S, y sigue siéndolo, uno de los principales problemas de nuestra civilización, una guerra casi invisible que se libra en los departamentos de la CIA y otros servicios de inteligencia y cuyo fin parece alargase hasta el fin de los tiempos.
Hay quienes se preguntan qué ha hecho Occidente para merecer tanto odio, siendo, por un lado, el esquema a seguir en torno a sistema democrático y economía liberal, y, por otro, el esquema inevitable, que como una gran marea, arrastra a los demás sistemas a incorporarse en él, antes o después. Países rezagados como China han transformado rápidamente su economía hacia el liberalismo aunque en lo democrático adolezcan de tanta premura, pues sin duda los intereses económicos motivan más al poder que los derechos humanos. Quizá sea este el gran bache de Occidente, no haber sabido vender su desarrollo moral y político, su tradición filosófica y humanista, a Cicerón, Séneca o Kant, y haber enseñado el único rostro de Adam Smith, John Stuart Mill y el Burger King. Haber aceptado ‘evolución’ en el sentido darwiniano más radical, afirmando la supervivencia del ‘más capaz para hacerse apto’, pero forzando a la propia naturaleza, creando un sistema competitivo feroz donde la obtención de poder (status, capital) justifica y garantiza la pervivencia. Competencia entre naciones, entre personas, entre empresas, entre religiones; la competencia se ha convertido en el valor universal y oculto que marca las reglas del juego cívico.
El escritor libanés Amin Maalouf ha señalado que “la civilización occidental creó más valores universales que cualquier otra; pero demostró que era incapaz de transmitirlos adecuadamente. Un fallo cuyo precio está pagando ahora toda la humanidad”. Errores visualizados en una grave crisis económica, en un odio radical hacia nuestros ‘mal entendidos’ valores por parte de los islamistas, etc., que ha hecho que nos alejemos todavía más si cabe de la comprensión de lo que somos, instalados en un temor que apremia a dar pasos adelante con rapidez para que nos sea quitado lo que es nuestro. Este temor infantil supone un retroceso en la capacidad de Occidente para crecer de verdad, instalada en un pragmatismo, en un utilitarismo vacuo, que convierte en caricatura cualquier seña propia de identidad y cultura. El abandono progresivo de las humanidades en la educación es buena prueba ello, haciéndonos ver que el desarrollo intelectual no forma parte del proyecto cívico, convirtiendo las aulas en un banquete de conocimientos que son arrojados nada más obtener la graduación y salir a la calle, al mundo real, pues la sociedad misma te dice que de nada sirve saber si no ganas nada (material) con ello. Este es el drama del materialismo: que convierte en mercancía también a los propios productores de la mercancía y que uno sólo vale lo que tiene y no lo que es.
Resumidos, por tanto, sintetizados, todos los valores en uno solo: el materialismo competitivo, nos encontramos con que todos –instigados, obligados, empujados- buscamos la misma quimera del oro y que éste ya estaba vendido. El gran Ernesto Sabato, recientemente fallecido, nos dice en sus memorias “Antes del fin”: “Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano”. Bien nos vienen estas palabras para la reflexión ahora que los datos del paro en nuestro país nos muestran que en torno a cinco millones de personas carecen de él y que las expectativas de que esto mejore decrecen a medida que pasan los días. Lo humano, sin duda, es lo que verdaderamente está en crisis, el valor que está a la baja, a diferencia del oro. La economía ha de estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la economía; esta costumbre de invertir los valores es lo que pone en jaque nuestra capacidad de supervivencia, pues una sociedad perdida en el sinsentido de lo estéril la conduce al abismo inexorablemente. Lo humano es el valor irrenunciable, y cuanto más renunciemos a él, como es natural, más renunciaremos a nosotros mismos y a la sostenibilidad de nuestra especie.
1 comentario:
¡Qué excelente! Considero de suma importancia que este artículo sea proliferado en mayor medida.
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