Es razonable que la personalidad de una sociedad describa la propia de un individuo. Este ha sido un método habitual -el de la psicología social, antropología, sociología- que ha servido para observar el comportamiento del individuo como fenómeno histórico-social de un determinado tiempo. Sobre todo desde el positivismo aplicado a este campo hemos asistido a la producción de distintas teorías que tomaban al sujeto como objeto de laboratorio y otorgaban debida cuenta del carácter y modos de actuar de las relaciones y fluctuaciones intrínsecas de unos con otros. De todo ello hemos concluido múltiples factores comunes que nos han ayudado a interpretar y criticar lo que fue y lo que es. Muchos han sido los enfoques, pero la mayoría de ellos han revelado la enorme complejidad que caracteriza al individuo como sujeto social en el entramado de su red de convivencias. Los puntos de vista del observador son ilimitados, el acercamiento al fenómeno depende tanto del observador, del instrumento de observación y de lo observado (todo ello siempre en constante mudanza). Se mira desde un presente cambiante, ya sea al pasado, al ahora o al futuro. Lévi-Strauss señaló lo siguiente: “En el microscopio, hay una plataforma con objetivos de distintos espesores. Según el espesor que uno elija, en una gota de agua, se ven cosas totalmente diferentes. O bien se ve solamente el agua si uno la mira sin lente, o bien polvillos y sales si utiliza un espesor delgado”. Lo fundamental sea, seguramente, más que el método, las razones que impulsan a querer observar, lo que motivará las conclusiones que extraigamos de lo observado. El relativismo científico o filosófico no conduce –por tanto- a una imposibilidad de conocimiento, eso es irrelevante, sino a todo un espectro de posibilidades que finalmente nos aportarán un panorama, una totalidad, cuando la mirada desea, necesariamente, el todo, cerrar el círculo, completar la búsqueda.
El sujeto es deseante por naturaleza, la búsqueda le sobreviene en su camino. No hay camino sin búsqueda por nimia que ésta sea. Desear es imaginar la posesión. Gilles Deleuze dirá que el mundo del deseo se configura mediante diversos “agenciamientos”. Un agente, define el DRAE, es el que “obra o tiene virtud de obrar” y agenciar consiste en “hacer las diligencias conducentes al logro de algo”. El agente es quien hace, quien logra algo. Para ello ha de haber el deseo de logro de algo. No se desean cosas abstractas sino concretas, no objetos de deseo externos y aislados, sino en un contexto o conjunto de cosas: hay un paisaje del deseo, como entendió Marcel Proust. El deseo es creativo, nace de un inconsciente que es fábrica de mundos. Dirá Deleuze –en este sentido- que “desear es construir un agenciamiento”. Verá este filósofo –en contraposición a Freud- el inconsciente –no como un teatro- sino como una fábrica de producción. Nos liberará Deleuze del drama freudiano de las determinaciones familiares, de la tragedia burguesa de la culpabilidad y el complejo; y nos mostrará el delirio del deseo en su sentido cósmico y engrandecido, trágico sí, pero trascendente, múltiple, potencial.
Ya el hombre o la sociedad experimentan siempre su particular delirio. El delirio romántico de lo sublime, la modernidad apocalíptica de la abstracción simbólica, el mundo de las sombras que nos atan al sino trágico y absurdo de la existencia, el precipicio del capitalismo. Altas y bajas pasiones que, en último termino, son víctimas de sus delirios de grandeza. Deseo material o espiritual, poco importa cuando entendemos que el problema nos es la razón en sí, sino la deshonesta búsqueda de legitimación de la sinrazón, donde el escenario se da la vuelta y la locura se convierte en el estado de cosas que fundamentan la cordura generalizada. Un doble delirio hay, el del falso cuerdo que ignora la verdadera cordura y el del verdadero cuerdo que enloquece ante la locura impuesta como normal (legítima y lógica).
El delirio del poder trae duras realidades. El deseo se abisma en su fábrica sin límites de imposturas fatuas, artificiales, de voraz consumo. La máscara asfixia -como el exceso de CO2- y se expande sin freno, llamando a la búsqueda de una cordura acaso irreconciliable con una razón difuminada por la carnavalesca huida de su centro. Así, algunos no tienen más remedio que instalarse afuera, para observar lo que hay dentro. “Comprendía el silencio del Éter, pero jamás entendí las palabras del hombre”, confesaría Hölderlin. El tiempo pasa ineludible, y, como también cantó el citado poeta alemán: “No nos es dado descansar en ninguna parte; desaparecen, sufren los hombres, caen ciegamente de una hora en otra, como agua, de roca en roca arrojada durante años a la incertidumbre”. Pero aún así, queda el optimismo, donde siempre está la posibilidad de levantarse, con más de una certezas que atesoren luces soñadas e inauguren nuevos caminos.
Diario La Verdad, 8/11/2009
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