Hay a quienes les sobra voluntad para querer cambiar las cosas que no funcionan pero carecen del poder para hacerlo y hay a otros que les sobra poder pero que carecen de esa voluntad solidaria, y buscan sólo la fría servidumbre de su propio deseo. Poder material, económico, político… monedas de cambio de esta sociedad prefabricada que busca su beneficio propio a cualquier coste. ¿Crisis económica? ¿Ahora nos damos cuenta? Cuando parece que nos está tocando o que nos puede tocar. ¿Y las crisis perpetua que viven los países subdesarrollados? Los cientos de millones de personas, también en los países desarrollados, que nacieron en la pobreza y en ella morirán como mueren día a día sin que nadie haga nada por ellos. De esa crisis, la de siempre, la que no nos toca y vemos en los telediarios, poco sabemos realmente o poco se quiere saber. No obstante, no es verdad que nadie haga nada, hay muchos que dedican su vida a ayudar al otro, de forma desinteresada, con la vocación y el altruismo que nace del corazón. Pero el poder está en otras manos, en las manos de quienes viven para amasar ganancias, vanidades invisibles cuya conciencia aún no ha despertado al reconocimiento comprometido del sufrimiento ajeno. Declara Amin Maalouf en su libro El desajuste del mundo: “El balance de la Historia nada tiene de ejemplar, puesto que jalonan guerras catastróficas, crímenes contra la humanidad, despilfarros masivos y trágicos descarríos, y todo ello nos ha llevado a este marasmo en que nos hallamos hoy”. Continúa Amin Maalouf señalando la necesidad de iniciar una nueva fase de la historia humana “en la que hay que volver a inventarlo todo: las solidaridades, las legitimidades, los valores, los puntos de referencia”.
Cerrar los ojos no es la solución. La agonía del mundo no se agota por ello, ni se duerme, ni se desvanece al cerrar la puerta segura de nuestras casas. Hay la buena voluntad de hombres ejemplares –como lo fuera el recientemente fallecido Vicente Ferrer- pero falta una verdadera implicación colectiva pasando en primer lugar por los principales ejes de poder que –mientras unos desfallecen en su intento de calmar la sed de los moribundos- entre cortinas de humo y fundaciones tapadera enmascaran su avaricia con débiles actos de hipócrita acción social en clubes benéficos de alto ‘standing’ mientras juegan al golf o beben cava Codorníu.
La hipnosis capitalista ha jugado siempre al moderado conformismo cuando se trataba de ayudar al prójimo. Para muchos la acción social se convertía en otro pasatiempo o actividad lúdica que consistía en lavar la propia conciencia y llegar a la cama con la convicción de su bondad. Max Weber, con cierto desencanto, definió el poder como “la posibilidad de imponer la propia voluntad al comportamiento de otras personas”. Así, la voluntad de poder, esa de la que habló Nietzsche, puede ser terrible cuando se trata de imponerla sobre otras voluntades, sobre otras -dicho claramente- libertades. El comportamiento del poder –su dialéctica- la que definieron Hegel o Marx, ha consistido en la dualidad del amo y del esclavo, figuras necesarias e interdependientes que con ética darwinista parecen haber estado enteramente justificadas por la naturaleza biológica humana. Dirán que igual ocurre con los animales, que el pez grande se come al pequeño, que es así desde que el mundo es mundo. Lo dirán incluso personas que se consideran fundamentalmente cristianas o religiosas en general, a pesar de esa otra realidad espiritual dada en sermones en la montaña que se alaban con fe piadosa y misericorde. Llegó a afirmar Erich Fromm que la voluntad de poder “es sin duda la expresión más significativa del sadismo”. Pero más allá de la posesión sobre algo, de dominar, está ese otro sentido del poder como la capacidad de hacer algo, de poder hacer algo. El poder significará dos cosas distintas: dominación o potencia; y ambas son excluyentes. “El poder, [dirá Fromm] en el sentido de dominación, es la perversión de la potencia”.
¿Podrá salir el ser humano de su perversa potencialidad? ¿Podrá dejar de destruir para empezar realmente a construir, a construirse a sí mismo? Como afirmó André Malraux, también nos lo recuerda Maalouf en el libro antes aquí citado, el siglo XXI “será religioso o no será”. Y, como sabemos, el significado de está palabra -del latín ‘religare’- es religar, reunir: volver a unir lo que está desunido.
¿Puede el hombre continuar mucho más tiempo rehuyendo de sí mismo? ¿Podrá entender que forma parte del mundo, que está unido a él, que debe reunirse con él, pues su bienestar es interdependiente? Su libertad es igual que la del otro y si en alguna parte del mundo la voluntad de poder ser libre no es posible, se corre el peligro de que la libertad deje, algún día, y quizá para siempre, de existir. No lo olvidemos, todos corremos el peligro de terminar siendo esclavos del poder.
Diario La Verdad, 11/10/2009
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