En esta temporada de pausa política en España, de acuerdos imposibles y de
posibles nuevas elecciones, muchos pueden preguntarse qué sería lo mejor, lo
más acertado en cuanto a opciones de gobierno pueda depararnos el tiempo
venidero. Y a estas cuestiones subsiste -a mi entender- otra aún de mayor
importancia y es saber cuál es el rumbo adecuado que ha de seguir una sociedad.
No debemos mirar sólo los efectos si no examinamos antes las causas. Y una de
ellas, probablemente las más importante, es la educación. Pero la educación no
se mejora únicamente adecuando los medios, invirtiendo en nuevas y mejores
escuelas, o subiendo el salario a los profesores. Hay un problema de fondo, que
afecta tanto a la educación reglada como a la educación familiar, a los valores
intrínsecos de cada sociedad y hacia dónde quiere ayudar a encaminar el futuro
de los educandos. Absorbidos por el consumo, el fútbol, la televisión, las
nuevas tecnologías, esto es, el panem et circenses de cada día, es cada
vez más difícil cuidar las raíces de las que dependerá el crecimiento de las
generaciones venideras. La educación no depende de lo que seamos capaces de
dar, en cuanto a conocimientos o normas y deberes, sino que nos exige ser
ejemplo nítido y vivo de lo que deseamos transmitir. Educar exige educarse a sí
mismo cada día. Si no, los padres o los educadores serían meros sofistas. Y los
valores en que nos movemos no se encuentran fosilizados en libros o en templos,
sino que se descubren en el quehacer cotidiano y consciente, en el compromiso
de vivir de acuerdo a unas creencias que no distorsionen lo que sentimos que
somos.
La Tribuna de Albacete, 27-4-2016