Un debate apropiado para nuestro tiempo es de las posibilidades de futuro que posee una sociedad agotada como la nuestra, y si tiene sentido seguir con el sistema actual en que vivimos o necesita urgente una transformación radical. Los cambios suelen ser lentos, se van digiriendo poco a poco y cuando ello no es así se habla de revolución. La historia nos ha mostrado que las revoluciones violentas –la mayoría, por no decir todas- han sido traumáticas en alto grado. Una revolución pacífica es el gran reto que una sociedad como la nuestra tiene ante sus manos, un cambio más interior que exterior, que ha de germinar por igual en la inteligencia y en el corazón de los hombres. Entender que el radicalismo no lleva a ninguna parte ha llevado siglos de dolor y masacre. Hoy día el radicalismo sigue siendo común como medio de planteamiento de las ideas. La propensión humana a la dualidad, que biológicamente viene inserta en el organismo (hemisferios cerebrales…) resulta un estigma acaso natural de ardua superación. Si estamos hechos de conceptos polares, si la razón piensa e imagina de este modo, (bien y mal, sombra y luz, blanco y negro) la oposición se presentará a cada paso que demos. Por ello, se ha de empezar por el principio, por poner en tela de juicio los viejos valores (algo que Nietzsche ya hizo en “Genealogía de la moral”) y dejar a la mente que investigue sus ilimitadas posibilidades, más que desconocidas por el momento.
El artista crea en lo ilimitado y nos muestra lo eterno. Para ello ha tenido que superar el terreno cercado que oprime su genio. Pero hemos de ser optimistas al darnos cuenta de las carencias actuales de la mente, pues como dice el filósofo francés Régis Debray, “toda delimitación exige una apertura a algo más global”. Lo limitado no es más que el punto de partida, nunca el destino. Del mismo modo el concepto de libertad (volvemos a la dualidad) no podría pensarse sin el de esclavitud u opresión. Darnos cuenta, por tanto, del sistema limitado en que vivimos es el primer paso para poder vislumbrar y conquistar territorios más amplios. Hemos de ver qué es aquello que cerca nuestras fronteras de futuro y trabajar en la posibilidad real de construir un mundo mejor. Como escribiera Baudelaire: “La Creación es un templo de pilares vivientes” y no hemos de aceptar en ningún modo la muerte de lo vivo, suprema paradoja del conformismo.
¿Cuál será el legado de nuestra civilización? Vivimos ordenados bajo el sistema de otra, la griega, que -en su esplendor- pensó la democracia. Bajo este sistema, llamado el menos malo entre los conocidos, se constituye una sociedad que en realidad vive bajo etiquetas y conceptos, figuras jurídicas y tratados, que poco tienen que ver con lo que en verdad se materializa y experimenta. El estado de derecho solamente garantiza la momificación de las libertades, pero los derechos se conquistan cada día y se ponen a prueba más allá de una constitución modélica con décadas de existencia y que sólo es un escaparate de buenas intenciones. Aquel que aún vive explotado, extorsionado por su banco, estrangulado por los créditos o por un trabajo que apenas le deja tiempo para vivir, leerá la constitución de su país como el mayor desprecio y broma de mal gusto que un Estado, su Estado, le puede hacer. Mientras tanto los políticos se reparten sus feudos, olfatean el poder -que los ciudadanos resignados le otorgan- como un león olfatea a su presa rendida ante el temor que produce el complejo de inferioridad.
Las posibilidades de futuro han de revertir a quienes son realmente el futuro –la sociedad- y no a quienes gestionan su miseria y congelación, el poder financiero y político. Puede que desde abajo, sin necesidad de quemar templos o palacios, la voz de los indignados sea como esa voz de la conciencia, a veces persistente e incómoda, pero necesaria, para hacer despertar de su sueño de vanidades a aquellos que han de descubrir verdaderamente que todos somos iguales. El valor del dinero es irrisorio frente a los verdaderos valores humanos, enterrados hoy día, pero vivos en la simiente auténtica de los hombres. Sólo hace falta creer de verdad en nuestra posibilidades y ver, retirando máscaras y espejos deformes, que todos viajamos en el mismo barco. El cambio es inevitable, llega sin demora cuando se le necesita, renovando el color del paisaje de nuestros sueños. El futuro nos habla en primera persona y nos anuncia algo que hemos de tener presente al embarcar nuevamente. El futuro no se ve nunca pero su venida anunciada nos mueve siempre, impulsando lo que somos y conteniendo lo nuevo que seremos. El futuro, sutil espíritu como el silfo, que sin llegar está siempre aquí cantando, nos dice, en palabras de Paul Valéry: “Ni visto ni oído. / Yo soy el aroma / vivo y fallecido / que en el viento asoma.”
Diario La Verdad, 19/06/2011