Quizá sea la hora de preguntarse en qué ha fallado nuestra civilización para encontrarnos, a principios del siglo XXI, en un mundo que, haciendo analogía humana, vive su ancianidad críticamente, padeciendo un proceso acelerado de descomposición agónica.
El ritmo vertiginoso del capitalismo ya no puede arrasar más a su paso pues se ha arrasado a sí mismo. De la lucha de clases –prologada por Marx- se pasó a la lucha de individuos, secundando o instrumentalizando la lucha de empresas o de empresarios. Y éstos últimos han sido los gobernantes supremos, portadores del Capital, del orden económico (y por qué no decir político) mundial. Ahora todo parece desequilibrarse, aunque posiblemente todo cambie –como sentenciaba Lampedusa en El Gatopardo- para que todo siga igual. Lo que cambiará para no seguir igual será nuestro medio de actuación y especulación, es decir, nuestro planeta. Últimamente no se habla mucho de esa otra crisis, conocida como ‘cambio climático’, producida, también, por causas humanas.
Y en España ahora se habla –otra vez- de Franco; y necesitan saber si está muerto. A lo mejor el cambio climático actúe primero sobre algunos magistrados y el calor obnubile sus mentes.
Los noticiarios televisivos hacen un cóctel de crisis financieras y paro, malos tratos, violaciones, rencillas marginales, partidos de fútbol, pasarelas de moda y hoteles de lujo con mayordomos virtuales. Algo así como un muestreo de imágenes de composición barroca que me hacen recordar a Quevedo y mirar los desmoronados muros de la patria suya que me recuerda a la mía, pasados los siglos pero no la decadencia que anunciaron sus versos.
Y en el mundo ocurre algo parecido aunque los americanos por fin descubrieron que el partido de Bush solamente les ha traído problemas. Quizá no les importaron las vidas de miles de iraquíes pero sí ver peligrar sus bolsillos cada vez con menos dólares que los salvaguarden y les haga sentirse orgullosos de ser americanos.
Era evidente que las utopías terminaron en las comunas hippies y todos bajaron las cabezas reconociendo que el hombre es un lobo para el hombre y que solamente importa salvarse así mismo a costa de lo que sea, incluyendo, por supuesto, la ética o la moral.
Y ahora recogemos los jóvenes la herencia del sistema que nos lo dio todo en nuestra infancia y adolescencia: comida, educación y confort. Sin embargo esa realidad se nos muestra ahora como un oasis en el desierto al que quizá no sea tan fácil llegar tal vez porque no es más que un espejismo.
El prestigioso pensador -y catedrático de Política Pública de la Universidad George Mason de Virginia- Francis Fukuyama, en su libro ‘La Gran Ruptura’, plantea la siguiente cuestión: “¿Está el capitalismo moderno destinado a socavar su propia clase moral, y por tanto a provocar su propio desmoronamiento?”. Asegura que primero la sociedad tendrá que darse cuenta de su propio deterioro y de que los principios éticos y morales volverán a restablecerse de forma natural. Pero, me pregunto yo, ¿se hará a tiempo o llegará demasiado tarde este proceso de toma moral de conciencia?
El vertiginoso cauce ético de ‘a la felicidad por el dinero’ sigue siendo la máxima del capitalismo. No hay una felicidad interior o espiritual, sino exterior y material. La felicidad capitalista entra por los cinco sentidos, son placeres sensoriales inmediatos. Epicureísmo burgués que no produce ninguna felicidad duradera y auténtica. Pero, en fin, eso es lo que la sociedad quiere, tal vez porque no nos educaron para otra cosa, solamente para mirar los escaparates y comprender que nuestra tarjeta de crédito es la llave que abre las puertas del paraíso del consumo: la llave de la felicidad.
Publicado en el diario La Verdad el domingo 26 de octubre de 2008