domingo, 30 de diciembre de 2012

Fin de año

Pasan los días y con ellos el tiempo nos indica su constante transcurrir, como un río que vence todo obstáculo sin oponerse a nada, camino a su destino natural, el mar. Los grandes filósofos han abordado el tema del tiempo como punto central en sus obras, de hecho, no hay temática que no sobrevuele ese punto, ni convicción que no parafrasee un pasado o un futuro, o el noble presente desde el que se prefigura y constata toda continuidad. Con Parménides la filosofía se aproxima a una cima de grandes magnitudes, estableciéndose la dialéctica del movimiento y del no movimiento, del ser y del estar. En toda elucidación racional, que asume la dualidad como característica principal de discurso, considerar al ser más allá del tiempo supone un punto de unión con la trascendencia y la fe, más allá de los mitos, muy cerca de un misticismo inherente en el ser humano, y que necesita ser racionalizado. Hoy en día vivimos en el tiempo del estar, asumiendo una sola parte de la dialéctica, elaborando una síntesis histórica que depende siempre de las circunstancias y que nos arroja a un abismo azaroso. La religión quiere ofrecer esa otra parte, nos invita a la comunicación con Dios, pero se instala en un dogmatismo que impide que cada cual lo haga por sí mismo, a base de doctrina y de normas de conducta que separan, más que unen, lejos de lo que toda religión debería establecer, esto es, un camino de unidad. 

Ya casi rozando el final de un año y el comienzo de otro, vemos cómo el tiempo -desde la concepción lineal que establecemos- nos lleva siempre a un punto de partida, despidiendo así un ciclo vital para comenzar otro. Este año 2012 hemos oído hablar de las profecías mayas, que indicaban el comienzo de una nueva era, o más bien el final de una era, pues para los mayas la fecha del 21 de diciembre de 2012 señalaba el final de su calendario. Se ha hablado, por tanto, del final de un ciclo cósmico que abarcaba más de veinte mil años. Quizá sea difícil, para nosotros, como viajeros circunstanciales del tiempo en un punto concreto que apenas llegará a los cien años, percibir esos ciclos cósmicos, llegar a sentir la magnificencia del tiempo cósmico y sus estaciones milenarias. Pero, como escribió el poeta de haikus japonés Kobayashi Issa: “Mundo-rocío, / duras lo que el rocío, / sí, pero… pero… / Maravilloso: / ver entre las rendijas / la Vía Láctea.” Así, tímidamente, miramos este universo, como un caracol quizás, en lenta trayectoria. Pero el cosmos siempre nos susurra una inmensidad que a nuestro mirar habitual le cuesta abarcar; a no ser que se abandone a la sorpresa y al asombro y se deje llevar así por una espiral del cosmos presentida, por un agujero negro en algún centro infinito o por una estrella fugaz que, como el paso del tiempo, marca un rumbo hacia un abismo de silencio y misterio. 

Desde esa pequeñez que el ser humano perfila en relación con la naturaleza y con el mundo, concebir el fin de un ciclo que nos trasciende por mucho en el tiempo refleja una poética de la existencia que ni la historia ni la antropología han conseguido transcribir y solamente acaso el rito de los ciclos, las ceremonias que despiden y abren puertas, consiguen recordarnos y llevarnos a verdaderos momentos de renacimiento, a encuentros sagrados con límites del tiempo que evocan espacios eternos. Al final, del año o del tiempo, puede que todo parezca un sueño, que miremos atrás y veamos que todo lo ido nunca permanece, tan solo en la memoria y en la imaginación evocadora. Pero ello no niega la persistencia del presente y la fidelidad al instante, camaleónico, continuamente cambiante, aparentemente en movimiento, pero, cumpliendo esos ciclos que nos llevan al punto de partida, haciéndonos saber que todo en la vida es un eterno comienzo. Como Whitman, podemos afirmar que conocemos la amplitud del tiempo y eso nos lleva a reconocer una dimensión mucho mayor de nosotros, algo inimaginable pero presentido, al igual que el reconocimiento del universo como una parte nuestra. “Sé que soy inmortal, –escribió Walt Whitman- / sé que mi órbita no puede ser medida por el compás del carpintero, / sé que no me perderé como la espiral que en la oscuridad traza un niño / con un palo encendido.” Y así se siente esto que –año tras año- llamamos vida.

Diario La Verdad, 30-12-2012

domingo, 16 de diciembre de 2012

Los tiempos deben cambiar


“Los tiempos están cambiando”, cantaba Bob Dylan hace ya medio siglo, entonando una protesta que seguiría durante el resto de los años sesenta –el llamado “movimiento hippie”- y que, con la guerra de Vietnam de por medio, marcaría un antes y un después para las jóvenes generaciones de entonces. Los tiempos, a pesar de lo que pareció soñarse, no fueron a mejor y el mundo ha seguido padeciendo guerras, injusticias sociales, pobreza, contaminación, desigualdad, etc. Todo ello se resume en una lucha de intereses llevada a cabo por los instrumentos de control y de poder, por países, grandes empresas, entidades financieras y un sinnúmero de organismos e individuos que siempre han aspirado a conquistar una porción del pastel mundial. El capitalismo ha sido hasta nuestros días la bandera de la globalización, el punto de arranque de un sistema cada vez más inflado en sus aspiraciones. Parece que el globo está a punto de estallar, pero eso no impide que las verdaderas políticas de expansión se sigan rigiendo por las mismas máximas de actuación, centradas en sus posiciones en los mercados, en las subidas o bajadas de la bolsa, en el crecimiento financiero a costa de un pueblo que, con todo ello, se ha convertido en deudor y en eterno e involuntario alimentador de este sistema. La libertad, en este caso, no es un concepto apreciable –pues es controlada y manipulada escrupulosamente- y el sistema resulta invulnerable. Ya han pasado unos cuantos años desde que empezamos a oír hablar de “crisis económica” y algo nos hace sospechar que la crisis vino para quedarse, suponiendo una excusa perfecta para ejecutar recortes sociales que ponen en la cuerda floja al llamado, ya suena a nueva utopía, “estado de bienestar”. Cada día oímos en los telediarios un nuevo recorte en materia de sanidad o de educación, los pilares básicos de un estado, y el pueblo no tiene otro remedio que acostumbrarse con resignación o salir a la calle para recibir represalias de gélidos y voraces antidisturbios. Creíamos que los tiempos estaban cambiando hace unas décadas, seguramente cambiaron muchas cosas necesarias -gracias a las que hoy podemos expresarnos con algo más de libertad que entonces- pero más que nunca necesitamos que los tiempos vuelvan a cambiar y, sobre todo, que esa canción sea cantada de una forma unánime y mayoritaria, si queremos ser escuchados.

Muchas voces críticas con el sistema animan a los ciudadanos a que recuperen el mando de su libertad, haciendo así que resucite esto que llamamos “democracia”, que en realidad es una “mercadocracia”. Los políticos, que representan al pueblo, sirven al mercado, al poder, y, al contrario que Robin Hood, roban con descaro a los pobres para entregárselo a los ricos, quienes nunca tienen suficiente. Los bancos exigen que los estados inyecten billones de euros e impunemente reciben tales cantidades a fondo perdido, mientras que los ciudadanos dan también hasta el último céntimo en intereses a sus entidades bancarias y si deben más de la cuenta son embargados sin escrúpulos. La sociedad –finalmente- observa pasivamente una situación que no le queda otro remedio que aceptar. ¿Hasta cuándo? ¿Cómo cambiar esto?, son algunas preguntas que retornan sin respuesta, pero preguntas necesarias . Podríamos llamar a esta sociedad y a las generaciones presentes la “sociedad de la decepción”, pues en esto, casi todos están de acuerdo. La decepción es unánime. Decepción con la manera de llevar las cosas y con las políticas asumidas como solución. Nadie quiere que le quiten para seguir teniendo menos cada día. Y esa es la única política de actuación que vislumbramos, la única solución que irónicamente nos ofrecen. Acaso esperando un milagro, un eclipse solar del que llueva dinero o una idea brillante de algún gobernante –que no llegará- que resuelva este entuerto.

En general, el problema concierne a la especie humana como tal y a su paradigma o cosmovisión mental. El problema viene desde hace mucho, quizá desde Darwin y de cómo se inventó una forma de vivir en el mundo alejada totalmente de la realidad. (Dejemos esto para otra ocasión). Pero lo que no podemos olvidar es que este planeta no podría sobrevivir sin la mutua colaboración de las especies que lo componen, y si obviamos esta crucial, definitiva cuestión, iremos siempre contra natura. En la naturaleza no hay competición, hay colaboración. ¿Se comporta de igual modo el ser humano? Investiguemos esto, razonemos con honestidad, profundicemos hasta agotar todas las posibilidades de respuesta. Todas las respuestas son necesarias, abren nuevos campos, arrojan nuevas semillas al entendimiento y comprensión de nosotros mismos. Vivimos un punto de inflexión en el que bajar hasta el fondo o subir hasta el cielo depende más que nunca de dónde dirijamos la mirada. Ante todo, no lo olvidemos, nosotros tenemos la respuesta. Y es nuestra obligación –un compromiso con la libertad y con nosotros mismos- el buscarla. Los tiempos, hemos de entonar con firmeza, deben cambiar.

Diario La Verdad,  16-12-2012

domingo, 2 de diciembre de 2012

La razón patológica (Sobre psicopatología y salud)


El famoso caso de Phineas Gage, impecablemente narrado e investigado por el neurocientífico Antonio Damasio, desprende importantes respuestas y enigmas sobre el funcionamiento de la mente humana y el cerebro, sacadas a la luz a partir de un accidente de trabajo en el que una barra de hierro pasó por su mejilla  atravesándole todo el cerebro a través del lóbulo frontal. No fue un caso para los seguidores de Broca, tan centrados en la funcionalidad de las áreas del lenguaje, en la comprensión y productividad lingüística, sino que abrió puertas para el estudio de la razón práctica, de la disociación cognitivo-emocional, de los sistemas individuales de valores, etc. Gage no volvió a ser el mismo tras el accidente, “ya no mostraba respeto por las convenciones sociales”, cuenta Damasio, “no había evidencia de preocupación por su futuro, ni síntoma de previsión”, se volvió fantasioso, blasfemo, irresponsable, imprevisible, rebelde, asocial… Todo ello le llevó a perder sus diversos empleos tras el accidente, a ser incómodo y molesto para los demás y a que finalmente terminara en un circo mostrando las huellas de su “tragedia”. Sin entrar en detallados análisis fisiológicos podemos afirmar que un impacto cerebral trastocó su mundo y sus valores morales y “racionales” se fracturaron dando lugar a una desinhibición emocional severa.  La actitud de Gage se consideró patológica, fuera de la normalidad.

El debate puede tener aquí su primer punto de análisis, estableciendo la marcada separación –todavía por clarificar de forma convincente- entre lo saludable y lo patológico. Clasificar una patología mental desde un criterio sociológico es la mayor trampa que una sociedad puede tenderse a sí misma. Si hoy en día todos admiramos a Don Quijote porque vio gigantes donde el racional Sancho sólo veía molinos de viento, cabe preguntarse hasta qué punto la razón es para la sociedad un lastre más que una cualidad, un impuesto filtro a través del que ver el mundo más que un saludable mirar. Puede que la sociedad se haya clavado una barra de hierro fantasma sobre su cabeza, obstruyendo necesarios canales de respiración vital como son la creatividad, la imaginación, la espontaneidad, la libertad… impidiendo que –resumiendo- el ser humano se muestre y sea –simplemente- tal como es. Teniendo en cuenta que existen alrededor de 10.000 mil millones de neuronas en el cerebro humano y más de 10 billones de sinapsis, tal vez nos enfrentamos a un número pequeño si consideramos las posibilidades cerebrales inhibidas desde la infancia, a través de la educación, las normas sociales y morales, la religión y los escasos cauces que dejamos para que se exprese la libertad en nuestras formas de vida actuales, regidas por un sistema trazado limitante.

La línea divisoria entre el artista y el loco ha sido corta (muchos serían los ejemplos de creadores que han visitado ambos mundos) en un terreno humano en el que la razón simboliza lo saludable, el artista lo aceptable (quizá ayuda un poco a entretener y a evadir la razón de una manera “institucionalizada”) y el loco lo patológico (pues no pone límites a su sinrazón, lo cual asusta e incomoda a los que se esfuerzan por mantener su cordura). La patología mental supone sufrimiento, sobre todo en un mundo en que ésta es exiliada, medicada, reprimida y silenciada. En los manuales de psicología aumentan las descripciones de patologías y síntomas y es posible que hoy en día no exista un individuo que  pueda excluirse de coincidir con alguna de ellas. Así la definición es clara y contundente, y se llama psicopatología a aquello que se sale de lo “normal”, aquello que no cumple las convenciones sociales que llamamos “saludables” y “funcionales”. Pero, no nos engañemos, en un mundo loco el llamado “loco” es el más cuerdo, es una advertencia de salud, una llamada de alarma que nos exhorta de un peligro. Y quizá sea el mejor camino para regresar a la salud verdadera, pues como toda crisis, y como sucede con la enfermedad, no es más que una signo adaptativo de salud, una señal necesaria del organismo que todavía está vivo. Es la salud la que lanza su grito de auxilio y no sólo al que la padece, sino a toda una sociedad que parece haber enmudecido, cediendo al chantaje anestesiante de la razón, que paraliza al cuerpo y al alma hasta que finalmente muere. Como dijo Mahler al escuchar su propia obra musical: “un dolor ardiente cristaliza”. Un nuevo mundo se abre más allá de los límites de la razón, del tiempo y del espacio, y sólo de esta manera es posible “llegar al fondo de las cosas y traspasar las apariencias externas”. Dejemos que la razón silencie por unos segundos su parloteo mental acostumbrado y escuchemos así otras sinfonías y sueños interiores –guardados en luminosas y profundas regiones de nosotros mismos- que nos recuerden que todavía –y afortunadamente- seguimos vivos.

Diario La Verdad, 02-12-2012

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