domingo, 21 de octubre de 2012

Destino literario de la historia


Quizá el destino literario no sea tanto el de alguien que dedica su vida a escribir sino el de quien se siente escrito y observa el mundo en que vive como fábulas o metáforas de una realidad libresca o –llamémosla también- virtual. Son más los argumentos que nos llevan a deducir que nuestra historia vital ha sido entresacada de las páginas de un viejo libro perdido y casi secreto, un libro, como le gustaba decir a Borges, que contendría todos los libros y repitiese –una a una- todas las palabras, símbolos y ecos de la historia. En “La historia interminable”, de Michael Ende, el protagonista encuentra un libro que le resulta más interesante que los capítulos presentes de su vida, y, desde ese momento, aquella narración se convierte en una extensión de su vida y sus gritos, miedos y esperanzas llegan a escucharse en aquel mundo de fantasía, donde, al final, él es la pieza clave para salvarlo. Siendo el verdadero protagonista, y no sólo lector, de la historia. ¿Qué sería de este mundo nuestro sin el personaje que lo sueña, sin el hombre que al despertar cada mañana pasa una nueva página de su libro? Todas las historias necesitan del personaje, del lector activo que anima las letras –sin él- dormidas en un no-lugar para siempre. El escritor, decimos, no olvida que está siendo escrito y en esa extraña obsesión textual, se instala frente a la página en blanco, como un alquimista que juega con caracteres y sentidos para hacer latir en ellos un corazón que se asemeje al que late en su pecho o que se reproduzca frente a él para poder tocarlo. No es otro el destino del hombre que el de sentir que la vida está viva, de cualquier manera.

Siempre se puede dar una vuelta de tuerca a la historia (así nos lo demostró Henry James), pero en este caso para encontrar en la vida el libro genuino que pasamos por alto, mientras perdemos el tiempo leyendo otros, como antaño se hacía con los de caballerías. Unos y otros nos enfrentan a un mismo destino, el de nosotros mismos. Cambian argumentos, escenarios, vestuarios, pero uno no deja de verse la cara frente al espejo y algo le urge a sostener la trama para que ésta no se desmorone y pierda su sentido. Puede que la historia que creamos y en la que creemos, aunque cada vez menos, sea la misma, o muy parecida, para todos. Tal vez el personaje principal, la Humanidad, de esta novela llamada Historia, se halle más perdida que nunca haciendo de todo pero sin saber qué hacer realmente. Haciendo lo que se dice que ha de hacerse, consumir y ganar dinero y mientras tanto ser amados y conservar la salud, en un mundo donde cada día se consume más, se gana poco o casi nada, se ama menos e incluso se muere ya en vida. Un personaje de esta novela, se escuchaba en televisión, y cuya profesión era de la economista, dijo que en estos tiempos de crisis hemos de conservar y alimentar algo que nos puede salvar del desastre: la ambición. El que aquí escribe no daba crédito a esas palabras ‘expertas’ que parecían regocijarse en el dolor, que herían al sentido común aportando como receta el veneno que nos ha llevado hasta la presente situación social de cuerpo moribundo. Sin duda, se refería a la ambición económica, a la lucha de individuos por acaparar más que el otro, al constante desenfreno de adquisición de apariencias, propiedades y privatización de libertades para quienes puedan pagarlas. 

Pero, como advirtió Paracelso, el veneno puede ser también la medicina dependiendo de la dosis. Si la ambición es el veneno, ¿por qué no llevar la ambición por un sendero más adecuado? ¿Por qué no tener la ambición de cambiar este mundo de una vez por todas hacia un bien común y legítimo, en el sentido moral de la palabra? Si somos ambiciosos respecto a la verdadera libertad, la que nos merecemos todos, por el solo hecho de nacer, la que no está determinada por el estatus o el saldo en la cuenta bancaria, seremos capaces de trabajar juntos hacia la verdadera igualdad de la humanidad y del planeta en general; pues este planeta no nos pertenece, más bien pertenecemos nosotros a él, todos por igual. Si queremos que el destino de esta obra literaria tan real, también llamada Mundo, sea digna de compararse a las grandes obras de nuestros escritores, hemos de construir una trama memorable. “Un mundo feliz”, al contrario de lo que pueda sugerir su título, como sabemos, augura el espanto. ¿Queremos continuar escribiendo obras ya escritas, imitando libros que ya anticiparon la tragedia? ¿Somos capaces de dar la vuelta al argumento? Recordemos cómo termina el libro sagrado para los cristianos, ese que, junto al Quijote, representa para muchos la cumbre de la literatura. Nada bien, parece ser; al menos, para los no socios. A estas alturas, cabe sólo decir que el único personaje cuerdo de toda la historia fue aquel ingenioso hidalgo, cuyo nombre ahora no recuerdo, de la Mancha.

Diario La Verdad, 21-10-2012

domingo, 7 de octubre de 2012

Nuevos paradigmas: la conciencia


Admitir que no sabemos nada puede ser un buen comienzo. En el principio, se nos cuenta, era el verbo; quizá más bien un balbuceo, una sílaba buscando comunicar un sentido, un canto, un resplandor de melodía queriendo hacerse canción. Nada sabemos mas no por ello dejamos de hacernos la pregunta ni de ensayar respuestas que nos sirvan, al menos, para entonar nuevas interrogaciones. Cuenta el mito que Eros despertó a Psique de su sueño oscuro y que juntos se amaron, como en los cuentos, para siempre. Cuentan que su hijo se llamó Placer. Fue un amor casi imposible, de luces y sombras, como dicen que son los grandes amores, los verdaderos. La palabra ‘psique’, que traducimos por ‘mente’ significa también ‘alma’ y además tiene otro significado: ‘mariposa’. Seguramente ése sea el más acertado sentido de la palabra, el que nos transporta a su esencia íntima. El alma, podemos presuponer, está atrapada en la mente, de ahí la confusión en las palabras, y es cuando el amor la alcanza (Eros) que queda liberada y puede así volar, como una mariposa. El fruto de ese vuelo es el placer, el placer mismo de volar, en ese ascenso del alma hacia la verdad de su esencia, el amor.

El mundo que habitamos trasciende las fronteras de la mente, tal y como entendemos hoy día ese concepto, y empezamos a hablar de otro término mucho más amplio: el de la conciencia. Es ahí donde se instalan los nuevos paradigmas científicos, desde donde puede empezar a entenderse un poco todo esto que llamamos vida. Cuando los límites de la mente se amplían y se van disolviendo, va quedando manifiesta la comprensión de la conciencia como un todo que iguala todas las cosas en una unidad compartida de identidad: el ser. Todas las cosas son y por ello comparten esa misma naturaleza. Una piedra, una estrella, un ser humano, un océano… todo ello es. Y esta es la unidad mínima significativa que nos compone. En esta sincronía de ser vivimos, nuestro tiempo es el tiempo del ser; y ese tiempo del que hablamos se va pareciendo cada vez más a un no-tiempo, a una eternidad, a una dimensión que ha vislumbrado más allá de su arcaica concepción espacio-temporal. Si apenas hay diferencias entre nosotros, seres humanos que poblamos este planeta, con –por ejemplo- la galaxia más distante -hasta hoy estimada- de la Tierra, podemos empezar a superar toda teoría limitadora y mecánica basada en coordenadas espacio-temporales. Si decimos que la identidad que compartimos –que es ser- es la misma, ya nos sobran las distancias. He aquí -gran reto que se nos presenta- el llamado nuevo paradigma de la conciencia.

Es difícil tratar de asimilar esto desde nuestros habituales métodos de observación, esto es, desde la mente. Sería como pretender que entrara un elefante por el ojo de una aguja. Nuestra mirada ha de ampliarse, mucho. De eso trata la evolución. Los biólogos L. Margulis y D. Sagan han apuntado algo interesante: “La materia viva no está aislada, sino que forma parte de la materia cósmica que la rodea y danza al ritmo que le marca el universo. […] La humanidad no dirige la sinfonía sensible; con nosotros o sin nosotros, la vida seguirá adelante”. Nos damos cuenta de que estas observaciones dejan la vida en manos de la naturaleza, más allá del hombre –que solamente sigue sus huellas. Nos damos cuenta además de que este tono evolucionista es a la vez profundamente espiritual, porque hay algo que trasciende al hombre en todo este movimiento cósmico, hay una verdad natural, ese ser del que estamos hechos, que funciona sincrónica y milagrosamente bien y que podemos equiparar al nombre de Dios, o también al de ese Eros cuyo beso, como en “La bella durmiente”, hace despertar y volar al alma, alma representada en una mujer o en una mariposa, en un suspiro o en una brisa marina, en un poema pastoril o en una sinfonía de Mozart. Todo tiene alma –vida- porque los ojos que miran son esa vida, ese mismo ser… y se reflejan en él, palpitando de conciencia y de realidad. El reloj del universo marca una misma hora para todos: la hora del ser, la hora de la eternidad. No hay caminos ni rutas pequeñas cuando la infinitud es el destino del hombre, cuando la naturaleza traza sus perfiles sin nombre, hechos de luz y de una sola esencia, abierta y siempre nueva en sus incontables manifestaciones. “En el ancho mar, en lo azul del vasto cielo [escribió Tagore] nadie trazó rutas jamás”. Así es. En la inmensidad el camino se pierde, abriéndose paso una verdad sin límites. Esta conciencia tiene otro nombre, también se llama libertad.


Diario La Verdad, 07-10-2012

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