domingo, 23 de septiembre de 2012

Religión y espiritualidad



“La religión ya no es suficiente”, ha declarado recientemente el Dalai Lama en un breve texto publicado en las redes sociales. La religión ha ocupado durante muchos siglos el trono institucional de la espiritualidad, dirigiendo la mayoría de las veces a sus seguidores por un camino que dista mucho de valores profundos como la libertad o la verdad. Se ha usado la legitimidad sagrada como instrumento de control, a través del temor y la culpa, para evitar que el ser humano encuentre por sí mismo la verdad última que uno solamente puede y tiene el derecho de hallar. Tutelar al individuo en un sendero así, impedirle la libertad -que por nacimiento y por esencia posee- de seguir el único dictado de su conciencia como recurso fundamental, ha supuesto una herida profunda en la dimensión socio-cultural –ética y moral- del espíritu. Afirmar que las escrituras o una persona en concreto es la autoridad por medio de la cual nuestro camino hacia Dios es trazado, ha significado la trampa “espiritual” más difícil de sanar de nuestra historia. Una trampa que implica el deseo de poder y manipulación de una institución, sea cual fuere que se atribuya tal poco humilde tarea de pastoreo.

La espiritualidad afirma básicamente que somos algo más que un cuerpo mortal, que lo que ciertamente somos trasciende esta concepción materialista. Que somos, por encima de todo, espíritu. En general, la religión afirma lo mismo pero yerra en sus medios para realizar tal comprensión. Se equivoca cuando usa una verdad tan sagrada como forma de chantaje que nos obligue a seguir una serie de preceptos o premisas éticas impuestas por necesidad de “salvación”. De esta manera maquiavélica la religión nos guía, como un anticristo, hacia lo que no somos. Si la espiritualidad, haciendo una analogía, representa al corazón; la religión representa a la mente, con sus miedos, dualidades, limitaciones y actitudes egoístas. La primera gran dualidad errónea de la que se parte es la idea del bien y el mal. Idea que lleva implícita la concepción de que Dios representa el bien y que uno se aleja de él hacia el mal cuando no obra de acuerdo a las leyes establecidas del bien. De esta manera el ser humano vive confundido, siempre temeroso de sus acciones, aturdido por una ética que le absuelve o le condena. Para la espiritualidad esta ética no es condicional sino natural; pues ¿qué otra cosa puede revelar el corazón si no siempre el amor?

Es la mente la que divide una verdad que carece de divisiones. Pues la verdad, como Dios, sólo puede ser una. En el corazón la verdad resplandece, lúcida y serena, libre y espontánea. Al obrar siguiendo a la mente se pierde esa espontaneidad, se actúa según lo que nos lleve a conseguir tal o cual cosa. Uno actúa según sus propios intereses, y al final sólo buscará a Dios si le resulta rentable, si ve que le puede dar lo que habitualmente se pide: salud, dinero y amor. Y nos olvidamos así del camino verdadero, el que enseñó, por ejemplo, Jesús, del amor incondicional. De amar a Dios, no por lo que el resultado de este amor nos pueda aportar, sino porque es lo que somos y es el único camino que, hagamos lo que hagamos, en verdad podemos tomar. La espiritualidad proclama que el encuentro certero con Dios sucede cuando nuestra identidad se ha fundido completamente con él. Entonces ya no cabe duda de que todos nuestros actos despliegan su presencia y toda nuestra vida inhala su fragancia. Entonces quedamos desnudos ante nuestra verdadera identidad y ya, como escribió el poeta José Ángel Valente, en su bello poemario “Mandorla”: “No estabas tú, tu cuerpo, estaba / sobrevivida al fin la transparencia”. 

La ética del corazón carece de mandatos externos, ella lo sabe y es libre por ello, porque ha conquistado su libertad, porque ya no necesita de una autoridad que le imponga o condicione su viaje particular –y universalmente compartido en el corazón- hacia lo sagrado. Es ahí cuando la libertad –en todas partes- sabe a uno mismo. Es entonces cuando nos encontramos y nos reconocemos en el camino verdadero, cuando comprendemos aliviados y llenos de dicha que la libertad –como dijera Don Quijote- “es uno de los más preciosos dones que los cielos dieron a los hombres”. Los cielos, no las instituciones, no las leyes políticas, no las leyes religiosas. “Pedes in terra ad sidera visus” (“Los pies en la tierra, la mirada en el cielo”). Los pies caminan, el corazón late al mismo ritmo, siguiendo eternas y celestes resonancias. Sólo hay que llevar los ojos allí donde la luz aventura a nuestro paso el orbe infinito de nuestras más profundas aspiraciones.

Diario La Verdad, 23-09-2012

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Sobre el amor


Al leer a Platón reflexionando sobre el amor -también recuerdo ahora tratados de Schopenhauer, Ovidio o Fromm- uno se pregunta hasta qué punto se puede llegar a conclusión alguna sobre este tema por medio del lenguaje, incluso en su forma más poética. Los filósofos elaboran puntos de vista que ciertamente, por sublime que sea la exposición, dejan un halo de insuficiencia en lo apuntado, la sensación de que se podría haber dicho mucho más, de que se podría haber tocado un poco más a fondo la esencia. Esa sensación, considero, es la correcta, pues el amor, su evocación, aspira a confirmar lo infinito del ser, y en ese ensayo de confirmación subyace la aspiración definitiva, el cénit, siempre por conquistar. Las palabras articulan impresiones, vagas resonancias, efímeros objetos que poseer y que el tiempo desaloja en el silencio hacia un nuevo imaginar. El amor, al pasar por la palabra, es, de este modo, así, imaginado; pero en su expresión directa sobre el pecho latiendo, sobre el corazón, es vivenciado. Esa expresión, esa huella en lo humano de nosotros, quiere objetivarse en el lenguaje, quedarse para siempre, buscando revivir la sensación primera, la llamarada, el vislumbre acaso poseído, conquistado.

El amor, apunta Platón, “nos vacía de hostilidad y nos llena de familiaridad”. Ciertamente nos arroja a ese vacío sobre el que se eleva una intimidad tan intensa que evapora cualquier sentimiento de hostilidad. Una intimidad que constatamos universalmente compartida, un abrazo que se extiende a lo unánime, al sentido de familiaridad, de unión con el todo. El ‘habla’, cuya raíz es la misma que ‘fama’ (de familia) es el medio que nos permite comunicarnos, ejecutar esa familiaridad por medio de la voz, arrojando significados mutuamente entendidos. Cuando uno entiende a otro está actuando la naturaleza del amor por medio del lenguaje, al igual que por medio del cuerpo lo haría un abrazo o una mirada comprensiva. Lo que el ser humano busca, para lo que está diseñado, es para esa comprensión mutua, para la realización de ese amor en la naturaleza. ¿Qué es –podemos preguntarnos- lo que amamos? Y automáticamente se nos presenta una especie de objeto al que amar, pero un objeto que ha de corresponderse en identidad con un sujeto. Pues, ¿qué otra puede amarse fuera sino es lo que se desea desde dentro? Y, volviendo a Platón, “no es otra cosa que el bien lo que aman los hombres”. Sentencia que a primera vista se presenta paradójica, pues si realmente amaran sólo el bien los hombres no habría sufrimiento, ni violencia, ni caos. Dejemos esta consideración para la reflexión personal.

Merece la pena indagar sobre todo esto, dedicar un tiempo a investigar lo eterno. Observar cómo una semilla engendra una planta y un fruto, por amor, por energía de ser. “El Amor será también amor de la inmortalidad”,  leemos en Platón (para más señas hemos citado en todo momento “El Banquete”). Un fruto nos da alimento y con él nutre la vida, preserva el devenir. Alimento para un cuerpo que se pregunta por su alma, que sospecha la inmortalidad, que ve en la naturaleza ese fenómeno de la procreación como el acto del amor manifestando vida, asumiendo así cualidades divinas. El poeta, el creador, el filósofo, quiere comprender a Dios, desea conocer ese mecanismo llamado ‘creación’ que penetra todas las cosas de materia espiritual e incognoscible. El hombre, que sobre todo en la modernidad ha aspirado a ser un dios, se va dando cuenta de que ya lo es, de que está hecho exactamente de esa misma sustancia y que, por consiguiente, no hay diferencia alguna entre él y lo divino. Esta toma de conciencia eleva al amor a su comprensión más pura. Nos acerca a la potencia cósmica y nos iguala –si cabe- a ella. A veces un sentimiento estalla, como el Big Bang, en la vivencia de esta verdad, como un éxtasis místico, como un ‘samadhi’ budista. La plenitud del amor queda así confirmada, pero incluso, como al leer las obras de los filósofos, nos deja la sensación de que podría haber una comprensión aún mayor, un algo más. Pues un solo sol parece no bastar, pudiéndose  sentir en el corazón –por ejemplo- la fuerza de diez mil millones de soles. El amor puede dejarnos sensaciones similares, abismales e irrepetibles, y ante ello solamente podemos rendirnos, agradecer la dicha de habitar tal ingrávido y expansivo sentimiento. Y solamente dejar así, ya, en el cálido regocijo de tal intimidad, una oración humildemente dirigida a la vida. Pidiendo de corazón, evocando a Rabindranath Tagore, que este sentimiento se asiente por fin y prospere, para “que nuestros poderes recién surgidos clamen por una plenitud ilimitada de hojas, flores y frutos”.

Diario La Verdad, 9-9-2012

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