domingo, 30 de enero de 2011

Liberalismo e insumisión

Parece que ya poco se puede hacer ante un sistema férreo de control de las libertades individuales cada vez más intenso al tiempo que sutil y hasta invisible. El poder nos controla, nos vigila y nos marca la dirección de nuestros actos, nos va llevando por un sendero maquillado por la ilusión de que es el elegido por nosotros y apenas nos permite darnos cuenta del engranaje del que formamos parte: un liberalismo de mera competencia y sometimiento bajo el esquema jerárquico de los roles sociales. El intelectual de nuestro tiempo se ve incluido en esta situación y solo le queda el instrumento de su voz como arma que de luz y acaso despierte del letargo a una sociedad enmudecida, donde el poder político, ese que pasa por ser su voz, apunta a no se sabe qué intereses, pero que son cada vez más lejanos a los concretos de las personas que conforman nuestro actual puzzle de convivencias.

La tarea no puede ser otra, para aquel que mira por los derechos y libertades humanas, que la de denunciar los hechos visibles que cercenan tales derechos y libertades. También, con ello, le queda la tarea, quizá más importante, que la de recordar cuáles eran esos fundamentos humanos que constituyen la libertad que histórica, cultural y espiritualmente ganamos. Cualquiera que honestamente busque el bien para los suyos, tiene una labor legítima que está obligado, éticamente, a desarrollar: esa es la labor de recordar. De no permitir la amnesia global, de reavivar la llama en declive de lo que somos, de soplar fuerte a la voluntad anestesiada, al corazón apelmazado de los hombres. Uno de esos intelectuales de nuestro tiempo, Michel Onfray, en su libro “Política del rebelde” nos ofrece un “tratado de resistencia e insumisión” probablemente con la fuerza suficiente para despertar a muchos de lo que él mismo llama la “servidumbre voluntaria” que es el liberalismo. La sumisión nos quita toda energía de pensamiento crítico propio, nos ahorra pensar, interpretar, analizar, comprender… Y esa supuesta comodidad, como ocurre con los vampiros, es de la que se sirve el liberalismo para absorbernos toda la sangre hasta dejarnos, literalmente, zombies.

Acostumbrados a que nos digan lo que está bien o mal, a que los roles sociales impongan la legitimidad de los criterios y libertades, a que la sumisión siempre sea necesaria para dejar actuar al poder, vamos acallando todo ímpetu de llegar a la verdad por nosotros mismos, poseídos por la verdad impuesta: la del otro, la que el grupo avala y enarbola hasta hacerla suya, hasta trasformarla en su identidad y razón de fe. Si el individuo, al menos, fuese feliz con ello, podría decirse que estaría medianamente bien. Pero mirando la esencia, la base espiritual del hombre, convenimos fácilmente en que no hay rasgos de verdadera felicidad. Vemos que la razón del consumismo, primer mandato capitalista, es la profunda insatisfacción que asola a los individuos. Vemos que el aprender, el cultivo de la inteligencia, es, en general, una broma para la juventud, que parte obligada a las escuelas. Apuntó Simone Weil que “la inteligencia solo crece y fructifica en la alegría”, que “el disfrute de aprender es tan imprescindible para los estudios como la respiración para el corredor”. Y vemos que a menudo la presión de una sociedad que solo exige resultados rápidos y pragmáticos, solo asfixia a los jóvenes que únicamente buscan evadirse de tales propósitos de crecimiento interior. Hay quienes afirman que cuando uno empieza a sentirse esclavo, engañado, sometido, disminuido y ridiculizado por un sistema que vierte sus privilegios a una reservada minoría de poder, es cuando tiene lugar la revolución. Simone Weil también dijo que “los ciudadanos son a menudo esclavos ante la revolución, no después”. Supongo que aquellos que gozan de esos privilegios deben tomar nota de ello antes que el descontento se torne en víspera inminente de tormenta.

“Preferiría no hacerlo”, contestaba “Bartleby, el escribiente”, en el relato de Herman Melville. Con tranquilidad, pacíficamente, serenamente, pero inamovible, Bartleby fue hasta las últimas consecuencias de su voluntad negativa. Aparentemente sin motivo alguno, Bartleby dejó de seguir las órdenes de su jefe. Ese existencialismo que roza el absurdo, tan de Albert Camus, Robert Walser, Kafka, Beckett o de Pirandello, serviría como premisa inicial para cualquier tratado de anarquismo, insumisión o revolución silenciosa y pacífica tan propia de Gandhi. Sin embargo, el liberalismo, que deriva de -y convierte en “ismo”- una bella palabra: libertad, no es la causa del problema, sino el efecto de habérsele dado un significado opuesto al suyo propio. De que solo unos pocos, unas clases o esferas privilegiadas se hayan apropiado de él. Y nuestra es la tarea de devolverle su esencia, de hacer de lo primitivo cultura y evolución del espíritu. En una operación cuasi alquímica que trasforme el egoísmo en altruismo. Para ello, empecemos por recordar uno de sus más bellos sentidos, para que aquellos que lo olvidaron lo traigan a la memoria y los que ya lo saben lo refuercen si cabe, pues falta hace. María Zambrano nos regala tal recordatorio: “Amor al hombre. Amor a los valores. ¡Supremas virtudes del liberalismo!”. Libertad “que no rompa los cables que al hombre le unen con el mundo, con la naturaleza, con lo sobrenatural. Libertad fundada, más que en la razón, en la fe, en el amor. […] Nos queda solo una vía de esperanza: el sentimiento, el amor que, repitiendo el milagro, vuelva a crear el mundo”.

Diario La Verdad, 30/01/2011

sábado, 22 de enero de 2011

Sombra evidente

Hay días que se tornan años, alargando las horas sin fin.
Con el paso del tiempo esos días se agrietan de cansancio
y traen espasmo al alma afligida. Es preciso no olvidar
que son pocos esos días, que la suerte a menudo sorprende
y que hay un resquicio de aire por donde pasar los segundos
antes que un lamento los reprenda. Qué afán tan ilusorio
el querer llegar a un punto y no ser más que una sombra evidente.
Mañana otra muerte nos golpeará en el pecho, una que
no es nuestra, pero que tajante advierte que existe la muerte.
Ya he olvidado mirar en el espejo a este hombre
que viene y va a cualquier parte, perdido de sí,
en un océano que gira con la Tierra y que se vuelca
sobre el universo, mojando apenas un vacío insondable.

domingo, 16 de enero de 2011

El libro de la vida

Hay un libro que siempre leemos sin cesar, es el libro de nuestras vidas. Todos somos lectores del mundo, cada instante nos llegan nuevas páginas que actualizan la trama que una vez comenzó en la infancia y que, capítulo a capítulo, va siendo enriquecida con nuevos personajes y circunstancias, asumiendo también la no gustosa tarea de excluir del libro a aquellas personas que nos han dejado, que han salido de la obra y del argumento, pero que resuenan en la memoria del personaje en capítulos sucesivos. En todo libro hay memoria y olvido, pasajes que calan hondo y modifican el destino y pasajes que quedan atrás dejando una huella apenas significativa. Paisajes, olores, sabores, sensaciones genuinas, de todo ello se va impregnando el personaje. Sin embargo, el lector es el verdadero personaje, a él nunca se le puede olvidar porque supondría el fin de todo. Lector y personaje son una misma cosa en el libro de la vida, una novela en primera persona incesante, inacabable, que contiene otras novelas, películas, cuadros, rostros, e historias ajenas. El autor de esta obra no es otro que la vida, así como el tema principal. El autor habla de sí mismo, se presenta al lector como si fuera él mismo, en un juego de empatía que ayudará a la implicación en la lectura y al logro de la verosimilitud, esto es, a dar por real aquello que es ficción, tinta imaginativa que al tocarla deje huella en nuestras manos.

Toda página va hacia el futuro, pero se lee y cobra sentido en el presente. Ahí, en el presente, todo es real -lector, personaje, autor, trama,...- pero siempre queda una espera, un anhelo de resolución, un fin de capítulo culminante, que justifique la atención puesta en el libro. El futuro, a pesar de su persistente ausencia, y por tanto, de su inexistencia, marca la senda, la posibilidad de un desvelamiento al constante enigma del vivir. Un error en que incurrimos a menudo, echando por tierra la obvia naturaleza del presente como fuente de desvelamiento directo. Esperamos algo más, y la espera se hace eterna, desespera, y olvida que todo encuentro es puntual cuando sabemos verlo frente a nosotros. Dijeron los sabios de Oriente que lo importante no es la meta, sino el camino, que toda búsqueda lleva consigo la posibilidad del hallazgo a cada paso. Otro sabio, el místico George Gurdjieff, nos dijo algo a este respecto: “Si hubieras comprendido todo lo que has leído en tu vida, sabrías lo que buscas”.

En nuestro tiempo es habitual el vivir desatentamente, preocupados por el mañana y completamente ausentes de lo único que es real: el ahora. Vivimos mirando al fondo, y nunca vemos lo que tenemos en frente. Una lectura del libro así, pensando en la página siguiente más que en la que leemos, nos aleja del placer de leer para entender, disfrutar o deleitarse con las palabras, metáforas e imágenes que dan luz y forma al contenido, profundidad al sentido y relieve vivencial, sensitivo, a la música del verbo. Leer es como danzar en medio de un mar poblado de sirenas y otros fabulosos misterios llamando al intelecto y al espíritu para mostrarse. Actualmente, en esta sociedad que se olvida del contemplar por que sí (sin esperar de ese acto nada a cambio), es necesario recordar esto una y otra vez, que la vida se vive ahora o no podrá ser vivida nunca, que la costumbre perniciosa de ir sembrando una experiencia con el único fin de explotar sus frutos, dejará en sequía toda búsqueda real de sentido, pues ese Saturno que alimentamos quedará insaciable siempre, ampliándose más y más el abismo de su sed y de su hambre.

¿Cómo hacer una lectura apropiada del libro de la vida acorde a la fisonomía de nuestro tiempo? Creo que no queda otro remedio que proponer una necesaria mirada crítica como guía de lectura. Desafortunadamente, y a grandes rasgos, la gran metáfora de nuestra sociedad es la ‘aspirina’. Y eso buscamos erradamente en ese libro de la vida que tanto nos inquieta, que pase indoloro, no importa lo que ocurra, siempre que ganemos algo con ello. Se ha inculcado en la sociedad la cultura del triunfo, del éxito, de ser los mejores para justificar nuestra vida, imitando modelos diseñados mediáticamente (ídolos prefabricados con gran ‘merchadising’). Entonces hay excelencia, ejemplaridad y cosas similares. Y todo ello, cuando más rápido, mejor; enraizados en un utilitarismo que lo devora todo frenéticamente, en una llamada ‘era tecnológica’ en que el mundo cambia todos los días según los avances y campañas publicitarias de las compañías que lanzan nuevos modelos de comportamiento con la realidad: ordenadores, videoconsolas, teléfonos móviles, diferentes usos de Internet y de las redes sociales (basados en alojar la vida en la red). Un mundo más conectado, pero unido por unos valores todavía muy frágiles. Por ello, aún obteniendo eso que llamamos triunfo o una vida más efectiva y amplificada material o virtualmente, sabemos que el vacío persiste, que el libro sigue y que las páginas pasan una tras otra sin nada sustancial, verdadero y profundo que de sentido al vivir. El amor, la libertad, la verdad, son los temas claves de esta novela. Y el argumento se basa en que el personaje los descubra. No hay prisa. Tómense su tiempo. La lectura promete un viaje maravilloso.

Diario La Verdad, 16/01/2011

domingo, 9 de enero de 2011

Nube de silencio

Tú por tu sueño, y por el mar las naves.
Gerardo Diego
I

Y por tu cielo las nubes
cayendo sobre el agua,
enamoradas de sus soles,
evaporadas en la tierra.
Neblina del día, almas
de la noche fría...
Un precipicio bajo el cielo
es el enigma del sueño.
Caerse, no volver.
Volver a soñar.
Una escalera hacia la nube,
un ascenso hacia la tierra
que la mantenga quieta.
Una espera.
Una esperanza.
Una fe verdadera contra la niebla.

II

Ascensión, alejamiento, conquista irremediable
de un instante en que quedar, despojados de la niebla.
Un cielo, una nube, una flor primera.
Mi alma plantada sobre la tierra, mi semilla, mi sueño,
mi luz cierta. Un fugaz encuentro fundando lo eterno.
Y sobre él las nubes abiertas, el ritmo y las raíces en penumbra,
creciendo, atisbando, abismando en su centro el vuelo constante,
el vuelo quedando y la flor, naciendo. El rostro latiendo
y su color, floreciendo. Mis ojos son tus brotes de sendero,
la arquitectura de tu vuelo, el ornamento de tu espacio fértil.
El ventanal de mis manos la armonía de tu vientre,
el calor de los cielos la oquedad de tus labios abismales.

Mis labios son dos rocas de lamento, un peso sobre otro
sosteniendo el silencio, lo cerrado, la llanura ausente de tus besos.

Algo se abre en el sueño cuando estás lejos.

Una flor o una boca sin lamento,
una caricia que se ofrece a dar su aliento.

Algo se expande en la llanura cuando vencen tus cimientos.

Es el deseo, lo sé. Lo llamé sueño, lo llamé nube, lo llamé cielo.

Algo queda en el aire. Es tu silencio.
Tu no llegar se ha ido. Lento, apresurándose despacio
como la nieve del invierno, yendo hacia su agua y hacia una nada
que todo lo deja igual, sin argumento. Mi voz es tu ausencia encendida
y mi callar tu palabra, penumbra, plegaria de amor y de silencio.

domingo, 2 de enero de 2011

Materia de sueños

Ya se dijo hace mucho tiempo aquello de que la vida es un sueño. Todavía hoy apenas conocemos casi nada sobre esta parte de la vida tan difusa y compleja, en la que abandonamos nuestro cuerpo ordinario por unas horas para acceder a un mundo que no pertenece a la materia tal y como la concebimos. No obstante, de materia están hechos los sueños, materia onírica creadora de paisajes y visiones, de nuevos cuerpos o de variaciones imaginativas y sobrenaturales de lo que ya conocemos. Materia que es energía y energía que es vislumbre de la materia madre: la mente. Mientras que todos nos podemos poner de acuerdo en general sobre la realidad que señalamos, a menudo el mundo de los sueños es difícil de compartir, todas las sutilezas y sensaciones que nos recorren están llenas de novedad, de una intensa perplejidad que a veces nos hace levantar extrañados de la cama al experimentar que aquello que vivimos corresponde a un mundo único y original de vivencia suprasensible.

Ha sido con una película, "Origen" (2010), de Christopher Nolan, (cuyo título en inglés es "Inception"), con la que este tópico e inacabable tema ha ocupado mis pensamientos. El también director de la genial "Memento" (2000), nos propone en esta fábula onírica la vieja cuestión de si sabemos diferenciar los sueños de la realidad, si ciertamente podemos estar seguros de que esto que vivimos no es en verdad un sueño y que lo otro, la película nocturna, sea la realidad, o al menos igual de legítima que la que constatamos real por convicción mutua, la cordura "cordial" en que nos reconocemos verdaderos. En definitiva, ¿cuál es la línea que separa ambas? y ya, en el terreno metafísico, en el continente especulativo del alma filosófica humana, aparece la gran formulación metafórica que asimila la vida a un sueño y la muerte a la vida verdadera. Al igual que la vigilia acoge cada noche al soñar, igualmente la eternidad (eso que llamamos muerte por ignorar lo que es) pudiera ser esa capa superior que diera lugar a infinitas capas de existencias, reencarnaciones, metempsicosis, etc. En "Matrix" (1999), otro film asimilable a este género, la confrontación con la realidad, ese reto existencial que cuestiona todo aquello que damos por real, también queda puesto sobre la mesa.

En la citada película, "Origen", protagonizada por Leonardo DiCaprio, sus personajes han aprendido a vivir en los sueños, a construir sus escenarios, a llevar a cabo coherentemente sus acciones o a usar este laberinto del inconsciente para extraer o insertar información (ideas) a quienes deseen. A modo de las cajas chinas, esa estructura narrativa cuyo paradigma es "Las mil y una noches", esto es, una historia dentro de otra, encontramos en esta película la novedosa idea de meter un sueño dentro de otro, de ir profundizando en realidades oníricas subyacentes, con el peligro de caer en una especie de abismo, en un limbo, cuya vuelta a la realidad sería imposible, la locura sin más, al perder toda referencia de identidad con la realidad ordinaria. Y es que olvidar el origen supone perder la propia identidad, propiciando una continua búsqueda de ésta, o en algunos casos, imposibilitando el sentido de una búsqueda, al quedar separados de toda referencia certera. Ese origen que las religiones han llamado Dios, lo que somos en verdad, hace pensar que nuestra búsqueda, nuestro anhelo de la verdad, está motivado por la razonable evidencia de que esto no es más que un sueño que nunca podemos dar por cierto a pesar de nuestros intentos de soñar que somos cuerpos inmortales construyendo un paraíso como el niño un castillo de arena en la orilla de la playa, que pronto queda borrado por las olas incesantes. El sueño fue el castillo, pero lo real: las manos que lo crearon. Manos que tampoco son reales, sino una mente cuya creatividad las movía. Un sueño en otro, buscando ver plasmado lo que en esencia ya somos.

Finalmente sabemos que el recorrido termina, que el cuerpo se queda en la tierra y el alma, eso que sueña y que piensa y siente, se nos hace cada vez más urgente de sentido, pues perderla, perder el alma, equivale a morar en ese limbo que nos niega la posibilidad de reconocer la realidad primera que nos justifica. El sueño, entonces, más que una interpretación para la vida, como propusiera Freud, está llegando a ser una interpretación para la muerte, una visión más sutil, abstracta y compleja de un ser despojado de su cuerpo: la gravedad, la materia y todo lo que le ata a lo efímero, a lo que sabe que perecerá. En los sueños viaja lo inconsciente y lo infinito, la mente creadora de realidad, el teatro de la vida desarrollando su función sobre la intangible creatividad del alma. El sueño es vida, conciencia al fin y al cabo teniendo lugar, revelando existencia. Como cuando vemos una película, la visión se proyecta en la mente. ¿Quién creó la proyección? ¿La propia mente? ¿Qué proyección es más real? ¿La de la película o la que cada día se nos presenta al salir a la calle, al mirarnos al espejo o al soplar sobre una vela cuya cera está a punto de consumirse y con ello a punto de dejar de ser vela? Un sueño en otro sueño, así continuamente, buscando y buscando la verdad entre ficciones infinitas. "Dios mueve al jugador y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías?" Borges soñó esto muchas veces, como muchos otros creadores de ficciones. Sin duda alguna lo que motiva tales obras de ficción es que estos grandes fabuladores no dejaran nunca de sorprenderse de que haya una fábula mayor que la que ellos escriben: la que los escribe.

Diario La Verdad, 02/01/2010

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