sábado, 24 de julio de 2010

Mirada del amanecer

En tu boca el infinito,
una palabra no dicha, cantada
como espejo de una sombra sin voz.
Silencio. Ausencia. Presencia leve
anudada a tus horizontes, lugar total
de las noches vigías, del arco constante
de tus ojos de mar. Mar poseído
brotando en tus manos de cielo,
en tu ritmo de astro sonoro.
Te busco, te hallo en la primera estación,
quedando lejos del amparo: embarcados,
entregados, enamorados... Y danzamos
como el paisaje contemplado por el sol,
como dos hojas que han de volarse al soplar
lo sonoro del viento, el aire, la enamorada sílaba de Dios.
Te amo y te busco, como un gesto o como un latido,
como un sueño interminable que despierta en el desierto
y duda y teme y reclama su anhelo a lo alto y al llover.
Al fin el agua tocó nuestros labios y apagó la sed
y la noche clareó desde tus ojos en medio del espacio
recorriendo tu mirada hacia el día,
como la luz, como el amor, como la tierra:
por siempre siguiendo al sol.

domingo, 18 de julio de 2010

El lugar del destierro

No hay mayor conocimiento que el que arroja la vida misma. La palabra se traduce en acción, porque sin acción todo quedaría detenido y estéril, en un no-lugar. Así comprende Fausto su existencia con gran desasosiego, ansiando la vida por encima de los libros sobre la vida. El gran deseo de Fausto fue pedir a un solo instante que se detuviera, por bello y pleno, aún sabiendo que ese instante fuera el último, establecido en pacto de sangre con el mismísimo Mal, como la tentación que desterró a Adán, esto es, la promesa de lo imposible. ¿Acaso fue desterrado Adán del Paraíso? ¿O dejó de ser Paraíso el Paraíso en el momento mismo de la tentación? ¿No llegó la condena antes de cometida la falta? “Lo divino no toca a los que no participan”, escribió Hölderlin, quien también lamentó la carencia de nombres sagrados. Si, como advierten muchas religiones, el deseo anuncia lo fatal, ¿qué significado tienen entonces el mundo y la acción? A partir de aquí, toda respuesta habrá de entenderse por relativa. A menudo se reprocha al relativismo su ausencia de compromiso moral, ya que parece en un primer momento que entiende todo discutible, tanto, como puntos de vista haya. No se hablaría de un ‘todo vale’ sino más bien de un ‘nada vale’ a priori. La reflexión de Aristóteles define claramente el problema: “El fuego arde igual en la Hélade que en Persia, pero las ideas de los hombres sobre el bien o el mal varían de un lugar a otro”.

La naturaleza humana significa el mundo representado, lo divino frente a la tentación en alejamiento del primero; es el primer bache moral con que se enfrenta el hombre en su cosmos de dualidades. ¿De qué puede apartarse el sujeto si no es de la concepción de su propia separación? El sujeto moral, ese que arrastra el peso de sus acciones, no tuvo paraíso que abandonar salvo el que leyó en un libro, en el Libro, y que, como Fausto, llega a aborrecer, al percibir la ficcionalidad de su espacio. Tal que condenados al destierro, al igual que Castro envía a sus presos políticos, los seres humanos ansían regresar a ese lugar que nunca existió y que acaso solamente puede revivirse en la concepción de una utopía. ¿Existe un lugar de origen al que llegar o del que nunca haber partido? La historia bíblica señala el éxodo como la patria de los elegidos, a los héroes del no-lugar como a los fundadores del utópico Nuevo Mundo. Pero ya advirtió Jesucristo que su reino no era de este mundo, que la patria divina no se hace con ladrillo ni mucho menos construyendo fronteras que la separen de otras patrias no divinas, ya sean Palestina o Sodoma. El relativismo conviene como punto de partida, al igual que quitarse un disfraz o el ensayo continuo de bañarse por primera vez en un mismo río. Los conceptos, los mandamientos, los prejuicios y preceptos, aprietan como una soga al hombre libre que busca mirar con ojos nuevos las cosas, estableciendo una escenario del paraíso en todo lo que su mirada descubre.

El paso del mito al logos comienza con la duda superando al temor irracional, con el pensamiento propio, con la búsqueda de uno mismo, por encima de fábulas, fantasías, aquelarres fáusticos y demás juegos oníricos. Consiste en ver en todo ello la sombra de verdad que los anima: dando paso a la luz de su mismidad. Dijo Cioran que: “Se piensa –siempre- porque se carece de patria; el espíritu no puede encerrar a quien no tiene fronteras”. Parece Cioran hablarnos del sabio, aquel que inevitable yerra en este mundo porque no es de este mundo, o porque reconoce la universalidad de su hogar en un espacio contaminado por las fronteras, los cerrojos y las armas de defensa. Los cerrojos de un credo, de un templo o de un paraíso nunca reflejarán el verdadero paraíso: aquel que es contemplado más allá de toda tentación, pues nada puede tentar a quien todo le es ya propio, sin preferencias, salvo la que tiende a unificar, es decir, la que no prefiere, sino que confiere totalidad. Eso buscaba Fausto por encima de todo, saberse vivo, completo, en un instante real: y poder llamar a ése su lugar, tras circundar la verdad en las letras que la tapan: el pacto de sangre fue el pacto de vivir, de ahí que no sucumbió al instante, sino que se elevó, por encima incluso de Mefistófeles, hacia Dios. La búsqueda del nombre sagrado –que puede ser sentido como ausencia- está más vivo que nunca al igual que el aire en nuestros cuerpos: dando vida, posibilidad presente y continua de verdad, en clara apertura a la mirada del descubrir.

Diario La Verdad, 18/07/2010

lunes, 12 de julio de 2010

La rosa

Perdura la fragancia de la rosa
en el silencio del amante,
siendo memoria viva
abierta a todo alcance.

domingo, 4 de julio de 2010

Creencia y cultura

Se dice que “creer” significa tener algo por verdadero. Etimológicamente sería mejor decir: dar algo por verdadero, pues “creer” deriva de “dar”; lo que nos lleva a suponer que quizá lo que se dé, lo que se entregue, es la razón, para que pueda llevarse a cabo la acción de creer. La fe es el esfuerzo continuado de creer, esto es, el esfuerzo continuado de abandonar la razón con el fin de creer en algo que la razón no puede seguir, al menos, de forma empírica o lógica. Sin duda, este debate está muy desarrollado y posiblemente superado. Santo Tomás nos dio muchas razones para creer, y tantos otros. Nos dieron tantas razones con el fin de hacer menos pesado el esfuerzo continuado que supone la fe, pues, como dijo Voltaire, “creer es muchas veces dudar”. La base del creer, su razón de ser, diría yo, es el propio dudar; pues cuando una cosa carece de duda, cuando es como es y no necesita decirse más sobre ello para demostrar su existencia, al estar ahí, tal cual, ya no hay –evidentemente- por qué creer en ello, ni afirmarlo o reafirmarlo, pues se afirma –objetivamente- por sí solo.

Así, a fuerza de creencias se ha ido formando la cultura y con ello la identidad, o la gran máscara que se hace pasar por rostro auténtico. Desde niños nos enseñan a “creer” en lo que se debe saber, a tener por necesario aquello que hemos ido haciendo necesario. ¿Cuál es la razón? Difícil saberlo. Pero la cultura necesita de su discurso, de su dialéctica, como el tablero de sus patas para ser mesa. Sin dogma no es posible la comunicación, sin un juego de creencias comunes no es posible asentar la verdad en que creer, por ejemplo, de la democracia, otro discurso, otra dialéctica, que unos resuelven sobre ese tablero y que nosotros, como patas del mismo, lo sujetamos porque así se nos ha enseñado, se no has hecho creer que todos formamos parte del “poder del pueblo”, que somos la soberanía, aunque con el tablero a cuestas, que emana como un mantel pulcro sobre el que se instalará el manjar que unos pocos se llevarán a la boca, dejando las sobras a los infrasoberanos instruidos en creer. Y creerán, creeremos, que esas sobras arrojadas son el verdadero manjar.

La cultura no la hace nadie en particular, son las creencias las que le van dando forma según el estado de ánimo de cada época. Así El Quijote pasó a ser de un vulgar libro de caballería con rasgos cómicos a una obra inmortal e idealista de espíritu romántico. ¿Qué simbolizará El Quijote ahora o dentro de un par de siglos? Posiblemente, aunque ya lo simbolizó para muchos románticos, la historia del mayor fracaso humano ante la mediocridad general, capaz de volver loco al más cuerdo, con tal de respirar un poco de aire fresco, transformando un mundo gris en otro de prodigios, aventuras y con nobles lances de amor y de honor. Ciertamente, todos somos Don Quijote, pero no terminamos de creérnoslo (perdón por la ironía). Así la creencia enfría lo que el alma sabe, la creencia se excusa siempre, porque el siguiente paso sería dejar de creer para convertirse definitivamente en aquello en lo que se creía. La cultura es un libro de texto, un museo, unas fiestas populares, cualquier ritual o costumbre, es decir, toda mecanización de la vida. Toda alma profanada. Es robarle a la rosa su aroma para disecarla entre las páginas de un libro. Y así, cada día nuevo en que amanecemos, nos parece ser el mismo, resulta cada vez más imposible nacer a la vida, porque la vida no es una creencia, y para ver eso es necesario dejar de creer, quedarse desnudo, marearse un poco ante el precipicio de los dogmas, para comprender y sentir que no somos nada de eso, que esos cuentos sólo han sido oídos por otros, pero nunca han nacido en nuestro interior.

Como aseverase Thoreau: “cuando cesa la verdad surge una institución”, aunque dirá esperanzado que “la verdad sigue soplando por las alturas”. ¿Quién desea perder la seguridad que hace de su vida una pieza más en el museo de la civilización culturalmente constituida, de esa institución llamada “cultura”? ¿Quién desea empezar de cero con la honestidad de no aceptar nada, salvo aquello en que no le pidan que crea, sino que espontáneamente lo vea? No queremos dar ese paso, porque tenemos miedo, porque sería nadar a contracorriente, porque hemos aprendido a bañarnos una y mil veces en el mismo río, ese que es cómodo y cálido, aunque su agua no sea potable y soportemos la sed implorando el maná, en ese río en el que nos vamos ahogando poco a poco, sin saberlo, porque aún seguimos creyendo, con esfuerzo, con fe, que es el río de la vida, pero sólo es el río de las creencias. Y entonces, finalmente, cuando dejemos algún día de creer en la verdad, porque de todo sueño se despierta, la verdad entonces aparecerá, por sí sola, floreciendo, tal y como es. Y el corazón resoplará en voz silenciosa: “ahora veo lo que antes sólo creí ver”.

Diario La Verdad, 04/07/2010

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