miércoles, 30 de junio de 2010

Apariencias

Estamos ante un sentido, y el sentido nos llena de aparente verdad: creemos ser lo que el sentido nos dice que somos. De vuelta a la idea, al preconcepto, al eterno retorno de las formas, aquellas que quieren perseverar en la posesión nuestra de algo que nos justifique. “Es más fácil desintegrar un átomo que un preconcepto”, apuntó Einstein. El preconcepto o prejuicio nos predivide. Ya estamos divididos antes de que tenga lugar la división, por lo que nos hacemos cada vez más pequeños y pequeños conforme miramos el mundo. A veces nos parecemos a un átomo que quisiera desintegrarse buscando su expansión, como si la meta fuera el eterno retorno causado por temor hacia el vivir incierto. Es más fácil el bullicio que la paz, el fervor que el sosiego sin búsqueda, las apariencias que la mirada transparente, sencilla, honesta. ¿Hasta cuándo las apariencias, el continuo juego del escondite de nosotros con nosotros? ¿Quién se esconde, quién juega? ¿De qué nos escondemos? Siempre hubo las revoluciones violentas, trágicas, pasionales, que sólo sembraron injusticia y ahogo, fugitivos cambios utópicos que finalmente sustituyeron una pesadilla por otra. ¿Cuándo la revolución interior? ¿Cuándo la revolución que no lucha sino que preserva su virtud, que mira dentro y halla el tesoro que ofrecer al que nada tiene? ¿Cuándo compartir al tiempo que buscamos la verdad para todos?

viernes, 25 de junio de 2010

Esperándote

Hay un camino en la tierra nuestra,
el camino que se aproxima al ocaso de las verdades,
ocupando el lugar de lo completo, invicto en la cima
del alma, sin otro ámbito que el más profundo sentir del vacío.
Llamamos tierra a la tierra y hombre al hombre,
palabras que se hacen idénticas a lo pensado
o pensamientos que son idénticos al hombre.
Mi voz se ocupa de la vuestra
y nuestras voces son una finalmente,
vacilando distintos ecos del mismo grito comenzado.
Queda estremecido el aliento del silencio.
El eco que regresa se olvida del grito.
La señal de la luz nos da certeza informe.
Todas las palabras son la misma palabra
y el sueño se agranda bajo el mismo escenario sin fondo.
¿Cómo atrapar el llanto en su caída, dar forma a la herida
que vuela temerosa por las sombras de su pánico?
No hay tiempo para el pánico, sólo para la supervivencia.
No hay tiempo para ti, que desapareces sin verme.
No hay tiempo para mí, que me marcho huyendo
en el silencio de la noche, sin descubrir si ha quedado
un resto de ti que me despierte.

domingo, 20 de junio de 2010

Espejos de la realidad

“Me investigué a mí mismo”, dijo Heráclito hace muchos siglos, cuando no existía el psicoanálisis pero sí la filosofía buscaba mirar en lo más profundo de la realidad con el fin de encontrar razón de ser a las cosas del mundo. Ese sentido último, a pesar de Freud, posiblemente no se ubica en los sueños sino en lo más evidente, allí donde la conciencia en vigilia pone sus ojos testigos y desvela el mundo tal como es, o mejor dicho, tal como ‘le es’. Schopenhauer nos recordó que el conocimiento a través de la inteligencia nos conduce a la realidad, siendo lo contrario la ilusión; y que el conocimiento por la razón nos da la verdad, siendo lo contrario el error (“el pensamiento falso”). Razón que no es sólo pensar, sino intuir la impresión directamente, realizar uso adecuado de los sentidos para acceder a los objetos, cuando la mente puede hacerlo sin estar agitada por sus fantasías y de ahí llegar al pensamiento atento o adecuado, como siguiendo una línea recta y sin torcerse en su trayectoria: desde la fuente prístina de la conciencia. Y Heráclito apunta al centro de la diana: “Malos testigos son para los hombres los ojos y los oídos cuando se tienen almas bárbaras”. Por eso se investigó a sí mismo, para no tergiversarse y no tergiversar -de este modo- la realidad.

Al observar la pantalla del mundo la distorsión es evidente cuando a priori se nos presenta distorsionada, ¿qué hacer entonces, cuando todo parece lo que no es y la razón nos obliga a asumir el error de la realidad? Seguramente, como han hecho o han intentado siempre los filósofos, lo mejor sea describir ese error. La televisión, esa isla en la que el espectador juega a habitar desde un cómodo sofá, a menudo sirve como instrumento de evasión, y los que la hacen sirven en bandeja formas de evasión anestésicas, donde el culto al cuerpo, la promesa de la belleza, el goce material, la invitación al consumo o el comercio de los trapos sucios de los demás se integran en nuestras vidas y llegan a conformar la realidad, creando la necesidad de huir de lo propio para residir en lo ajeno. Se les atribuye –o se atribuyen- la legitimidad de pensar por nosotros y se pasa –sumisamente- a pensar como ellos, a asumirse lo que se ve como identitario. Es la televisión ese espejo cóncavo que muestra las deformidades, la estéril realidad impalpable que nos hace inexistentes de nosotros. “Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas”, dice Max Estrella en “Luces de bohemia” (Valle-Inclán).

Se ha vuelto a poner de moda, como es lógico, al terrible Dorian Gray, aquel que oculta en su belleza exterior a su monstruo interior, que descuida su alma y se entrega a las apariencias, haciendo crecer una bestia que acaba por terminar con él. Es verdugo de sí mismo quien evita mirarse por dentro, investigarse a sí mismo. Entonces el sueño se convierte en realidad, porque nada tiene sentido cuando el testigo de la vida se pone una venda en los ojos. Parece que Inocencio X, tras ser retratado por Velázquez, le dijo al pintor que quizá el retrato le había salido demasiado real. Posiblemente el retratado se espantó al verse a sí mismo en un espejo que el siempre había evitado. Por ello se dice que Velázquez retrató mejor que nadie el alma en un gesto, la realidad en el más concreto detalle de lo real, sin disfrazar nada, sin idealizar lo que no es ideal. Francis Bacon usó finalmente el ‘espejo cóncavo’ para emular el tipo de retrato que espantaría a cualquier Dorian Gray.

El espejo de la realidad que la mirada percibe, muestra nuestros propios ojos, y como un grito convertido en eco sobre el amplio espacio, refleja, como un paisaje de Turner, el difuso cromatismo de las tormentas interiores. Todo lo que vemos afuera está dentro, pero lo que no alcanzamos a ver se localiza también en el íntimo adentro. El tiempo distrae disfrazando las horas de senderos inocuos, y la distracción se cuela en los laberintos del pensar, dejando baldío ese territorio que pudiera haber sido un exclusivo descubrimiento. No hay tergiversación mayor que hacer caso omiso a lo que la conciencia reclama. El espejo cóncavo nos hace absurdos, pero la realidad aparece en el espejo del tiempo, que nos invita a preguntarnos, tras ver nuestro claro reflejo: ¿quiénes somos realmente? Y la pregunta queda en el aire, difuminada en el espacio, y acaso podamos decir algún día: “Me examiné a mí mismo”, como Heráclito dijera, tras bañarse en las aguas que marchaban efímeras a su paso.
Diario La Verdad, 20/06/2010

jueves, 17 de junio de 2010

El inmortal



Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros,
 fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.
Jorge Luis Borges (“El inmortal”)





Yace un frío en la noche inmóvil
que agita los tímpanos del silencio.
Ahí este cuerpo se hace doble
pasajero y continuo, muerto y vivo.
Y ello hace preguntarme:
-¿A dónde va el viento que no vuelve?

Resuenan como pisadas de acero las preguntas
arrojadas al hombre
como ladrillos siniestros los finales que planean
clavarse en la herida ignorante
de este corazón que se atormenta
que llueve sin raíces que no despierta
que está solo como semillas
sin manos que las viertan

Sólo queda el día
el cinturón del olvido aprieta las entrañas
y el futuro es un espacio en blanco
sin origen

Antes que anochezca seremos inmortales
seremos el cuerpo que no cesa de sentir
su propia muerte sin muerte

domingo, 6 de junio de 2010

El arte de la imprudencia

Con frecuencia el ser humano se pregunta qué significa el tiempo, la sucesión de las cosas que suceden, el paso de los instantes, de las horas, de los siglos. Todo lo que hacemos se desarrolla en un determinado momento, dejando a su paso infinitas posibilidades que hubieran podido comprender la acción a tomar. Ésa es la gran paradoja de la libertad existencial: la decisión que condena al devenir, para bien o para mal. El acto, pues, resulta hecho y poco más cabe decir. Y la sucesión total de los acontecimientos, como describe el conocido ‘efecto mariposa’, puede quedar condicionada en sus efectos por causas aparentemente no relacionadas. Parece con eso que hasta el caos tiene sus leyes.

Pero incluso la acción nunca realizada puede influir contundentemente en la resolución de los acontecimientos postreros. Toda una vida corre siempre el peligro de ser un error continuo marcado por el error primero. Así, ese tipo de acciones fallidas, implícitas en la conciencia pero no explícitas en el acto en sí, desatan tormentas en Hong Kong. El espacio no físico de la conciencia, aunque físico en la psiquis, configura el movimiento resultante, la libertad secuestrada por el eco que resuena y tiembla en las piernas del caminante. Cabe no olvidar esto, no permitir que el subconsciente moldee el temblor en olvido perfecto y latente, en apariencia de nada que todo lo modifica. Al hacer consciente el inconsciente es posible retornar a la libertad, vencer el miedo que creíamos innato para verlo de frente. La libertad no mira hacia atrás, pero sabe observar el presente sin la carga de las sombras.

La prudencia enmascara el dolor, la herida resentida, resuelve el presente en vana claudicación. Hay la prudencia sabia, que se cuida a sí misma, y la prudencia oculta, que simplemente se olvida de sí. Esta última ha encubierto el sentido original de la primera, ha cambiado el significado real de ‘prudencia’. La prudencia primera, sería entendida como virtud, en el sentido de Platón (“Menón”), es decir, como un recordatorio de lo que somos, una virtud innata; y la segunda, ya temporal-circunstancial, sería prudencia resabiada, la cual ha aprendido a base de lecciones dramáticas, como nuestro querido Lazarillo. Sin embargo Don Quijote no aprendió esta segunda prudencia de cálculo, porque miraba con los ojos de la virtud. La acción no pertenecía al tiempo, sino a la conciencia, pero tampoco a la conciencia de la experiencia, sino a la del corazón. He aquí que la acción prudente (‘prudencia’ deriva, al igual que ‘providencia’, del latín ‘pro videntia’, ver anticipándose) es contradictoria e infiel a la libertad, porque prevé, calcula, somete, enfría la pulsión: y no permite el nacimiento de lo interno sin limitación. He aquí el lamento del poeta, que confiesa su experiencia irrevocable: “así he vivido yo con una vaga prudencia de /
caballo de cartón en el baño,
/ sabiendo que jamás me he equivocado en nada, /
sino en las cosas que yo más quería.” (Luis Rosales).

Como un caballo de cartón, girando y girando pero sin avanzar un paso, la acción de la conciencia, cuando es impelida por la experiencia atemorizada, se aquieta infructuosa, prudente sin ver pasar el tiempo tal como es. Y así el tiempo eterno, que existe, que está frente a nosotros, no aparece, es velado por el tiempo en simulacro, incapaz de oler la rosa con todos los sentidos, por miedo a intoxicarse, por precaución. Y otra vez el poeta, fiel a su consuelo eterno de vivir el instante, canta a la rosa y la huele en el poema oliendo lo total en sencillez sagrada: “Bastante ya me era / aspirar en aquella rosa el Cielo, / y ver Su propia cara”. (Ralph Hogson).

La acción contundente, comprometida, auténtica, no mira atrás ni adelante, sólo actúa, cuidando sí, su paso, pero siguiendo a su alma sin dirección. Sólo ahí lo eterno se vivencia, en la acción sin tiempo que arroja el presente, arrojándonos a él para verlo sin prebendas. El lógico y poético Wittgenstein, en su “Tractatus”, ya definió lo eterno a la manera que lo haría el budismo zen: “Si por eternidad no entendemos duración temporal infinita sino intemporalidad, entonces vive eternamente el que vive en el presente”. Se estima poseer cierto arte de prudencia como el que nos ofreció pragmáticamente en su tiempo Baltasar Gracián, pero sin que ello nos impida ver el bosque, hacer homenaje a lo espontáneo, ser niños muy de vez en cuando, oír lo que la virtud escucha, y cuando la prudencia nos avise, al igual que lo haga, como antaño, el consejero al príncipe, mejor es, como anotó el mismo Gracián: “que el aviso tenga visos de recuerdo de lo que olvidaba en vez de ser luz de lo que no se alcanzó”. Y así el paso tomará la dirección adecuada para seguir por sí mismo el claro de su propia luz.

Diario La Verdad, 06/06/2010

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