domingo, 28 de marzo de 2010

El arte de vivir libremente

Atreverse a ser uno mismo es el principio de la libertad. Allí donde haya un sentimiento de silencio impuesto, pervive el fracaso de la armonía y la paz. Un sistema totalitario es el claro ejemplo social de este desequilibrio entre el individuo y su mundo externo, entre su potencial creativo y su posibilidad de proyección. La cultura se anquilosa y deteriora, como una flor privada de luz. El progreso social –que no equivale a decir tecnológico- deja de responder a la llamada interior de los individuos, que ven mutilado su anhelo de libertad con la aceptación resignada de una hueca cotidianeidad lineal. El individuo dejar de ser tal y lo auténtico en él corre el peligro de marchitarse o de nunca nacer, al no existir un contexto que alimente el crecimiento de su semilla interior de libertad. En las situaciones de totalitarismo político ha habido –y aún lo vemos- individuos valientes, capaces de atreverse a enunciar la proclama de sus derechos humanos. Entonces, el citado progreso se encauza de nuevo hacia un avance óptimo, saludable, que es aquel que procura para todos el desarrollo de acuerdo a su naturaleza original y libre. Nadie puede dictar a otro ni un ápice en el sentido del conocimiento y la realización propias, pues es allí donde está la sensación de ser, de existir, y el mundo se pone a disposición de esa sensación íntima para explorar la verdad que subyace en ella. Aristóteles nos animó a la contemplación como consecución de la sabiduría, al igual que tantos otros sabios de oriente y occidente. En el impulso totalitario, el afán de imponer a otros un pensamiento único, la verdad pierde su brillo y se convierte en mentira, al igual que un sueño que -como declaró George Steiner del sueño marxista- no tarda en volverse una pesadilla. ¿Y qué hacer ante la imposición mutiladora, enemiga de la libertad?

Recordemos aquel proverbio que nos invita a ser “como el sándalo que perfuma el hacha que lo hiere”. O, como expuso el propio Gandhi: “Dondequiera que nos enfrentemos a un oponente, debemos conquistarlo con el amor”. El amor siempre deja su fragancia allá por donde se extienda. Todo acto realizado con amor resulta un bien por sí mismo, ennoblece al espíritu, lo contagia de armonía, trasforma cualquier acción en ejecución de un arte, en creatividad máxima. Morihei Ueshiba, el padre del Aikido, un arte marcial japonés, recomendaba alimentar interiormente la paz para convertir el movimiento corporal en plena espontaneidad artística, en compasivo acto de amor capaz de aquietar al oponente pacificándolo, sin dañarle. Entonces la libertad también se gana por sí misma, porque el espíritu ha dado lo mejor de sí aún cuando otros buscasen herirlo. De este modo, no puede haber muerte o dolor alguno, porque se ha ganado todo: ha brotado lo mejor que el hombre guardaba en su interior. Ese fue el ejemplar mensaje que podemos tomar de Jesucristo, quien salvó a todos los mortales, no con su dolor, sino con su infinito amor. De esta manera nos dejó el perfume para la eterna conciliación, como el sándalo. Como Gandhi, como todos los hombres que pusieron su otra mejilla como respuesta de amor para desvanecer el odio del corazón semejante.

En este tiempo nuestro se echa de menos esa simiente compasiva como medio para el entendimiento y la pacificación globales. Las informaciones estadísticas que nos asolan continuamente dan muestra de esa perversión de lo humano, de esa aceleración masiva que nos convierte en meros datos, cifras y objetos de manipulación sin rostro. Como una doble tragedia lo explica George Steiner: “Es una obscenidad más despersonalizar la inhumanidad, cubrir el hecho irreparable de la agonía individual con categorías anónimas de análisis estadístico, teoría histórica o construcción de modelos sociológicos”. Se añade, por tanto, un doble problema, el que arroja lo observado y también el del propio observante. Cabe deducir que el último es fruto del primero. ¿Acaso el ámbito del conocimiento –que antes llamábase universitario- se ha vuelto frío, despersonalizado, inhumano? Entiendo que la respuesta es obvia, tal y como lo han recalcado numerosos intelectuales; y quizá no conviene repetirla de nuevo, pues los hechos son evidentes (salvando siempre las meritorias excepciones). Y, en última instancia, tampoco ayudaría a resolver el problema, ya que éste no es de índole institucional o académica, sino claramente personal, íntimo, propio del individuo, sea del ámbito que sea y pertenezca o haya pertenecido a la institución, partido político o empresa que fuera. El problema –considero- es si el hombre está preparado para profundizar en sí mismo, con seriedad y firme responsabilidad, pues a él le conviene y a nadie más, en primer término. Después, en la sociedad, repercutirá el beneficio de su conquista interior. Mientras tanto, la realidad espera ser realizada en cada uno de nosotros; al fin y al cabo no es tan arduo el intento, es la realidad de la vida la que se nos pone de frente en todo momento y observarla conlleva ya entrar en su misterio. Pues esta vida, en definitiva, como escribiese R. Tagore: “es la constante sorpresa de ver que existo”.

Diario La Verdad, 28/03/2010

domingo, 14 de marzo de 2010

Cuando el ahora será recuerdo

El tema del tiempo ha sido una constante necesaria en el pensamiento filosófico; y también en el que la misma física teórica sigue rastreando huellas de este movimiento perenne por el que somos llevados sin saber bien a dónde ni por qué. Como bien explicó Jacques Derrida en un preclaro ensayo (Tiempo y presencia, 1968), Hegel columbró que la esencia del tiempo es el ahora. Si todavía somos herederos de Aristóteles, si continuamos pensando las mismas preguntas que los griegos ya se formularon, es porque de alguna manera el hombre vive en ese ahora que acaso se conforma en repetir sus máximas variando algún que otro insustancial adjetivo. No conviene, sin embargo, estimar vana esta repetición, como expone Derrida, pues viene a referirse “a algo esencial del movimiento del pensamiento”. Estamos viviendo últimamente repetidos cataclismos, como los vistos en Haití o en Chile, que no dejan de asolar la esperanza aunque éstos llegaran a convertirse en cotidianos. En cada terremoto se expone la vida a desaparecer y el dolor a encontrar su causa indeseable de aparición. Sentimos que el ahora –debido a la experiencia- traslada augurios a la realidad, pues la experiencia a veces nos permite augurar, aunque nunca se espere la venida del ingrato presagio. De lo que no es real –o de lo que no sabe, diría Wittgenstein, mejor es callarse. Dice nuestro diccionario de la RAE, que lo real es aquello “que tiene existencia verdadera y efectiva”, como la muerte o el silencio, dos realidades que –paradójicas- parecen abandonar lo real cuando se realizan. Aunque siempre habrá presagios más seguros que otros, como el del desilusionado aviador irlandés del poema de Yeats que decía: “Me encontrará la muerte / un día acá en lo alto”.

Muchos han sido los que han visto en el ahora la esencia misma del tiempo. Volviendo a Hegel, dirá que “el ahora tiene un derecho inaudito”. Tal derecho no es ni más ni menos que la propia realidad, aquella que se escapa de las manos con sólo pensar tocarla. Lo sustancial en ese privilegio del ahora “se ha disuelto, se ha deshecho y dispersado en el momento mismo en que lo enuncio”, nos aclara Hegel. Pensar la posibilidad pudiera convenirse como una entrada al presente, sobre todo si nos adentramos en la definida por William Blake “eternidad que no tiene tiempo”, lugar donde todo futuro convive con el presente en ese espacio que es el pensamiento y que también podemos llamar “imaginación”. Pero además el pasado entra en juego de forma simultánea, como entendió Henri Bergson, al hacerse el recuerdo a la vez que se experimenta la percepción: es decir, en la representación.

Conforme nace el presente, va naciendo el pasado junto a él, algo así como la estela que un avión va dejando en el aire mientras avanza. En su avance va naciendo lo que fue, como huella que persigue al continuo abandono que su movimiento persiste en despedir. La imaginación en ocasiones contamina al presente, lo vela del nacimiento de la realidad que siempre asoma a mostrarse tal y como es. El pensamiento interfiere al identificarse con la realidad bifurcada de lo que Kant llamaría la “cosa en sí”, aquella que no puede ser conocida por nosotros. Los sentidos, la percepción, la mente… articulan un conocer a la medida del conocedor, y se alejan –por tanto- en su identificación del conocimiento esencial. Vemos que continuamente entra en juego un problema fundamental, como notaría Albert Spaier, el de la significación, lugar al que se dirigiría en todo momento y en primera instancia nuestra atención. El presente queda anudado por su imprecisa continuidad, como en la “incertidumbre de Heisenberg” y en la “constante de Planck”, siempre aparece un algo que nos impide ver o medir la cosa en sí en su posición en el tiempo, en su movimiento. ¿Sólo nos queda entonces la imaginación? ¿La continua y repetida metáfora de lo que somos? ¿El presente condicionado por su antes y su después? ¿Dónde mora –entonces- lo eterno? Como advirtió Stephen Hawking, ¿cómo puedo presagiar el futuro “si ni siquiera se puede medir el estado presente del universo de forma precisa”? Al menos, esto nos entrega cierta libertad, pues a pesar de todo tampoco lo que podamos concluir supondrá un principio determinista, ya que si no se puede determinar lo más concreto nada está determinado. Pero uno cosa sí es segura, el final de este artículo.

Diario La Verdad, 14/03/2010

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