domingo, 31 de enero de 2010

Estado de malestar

Como bien ha explicado Norberto Bobbio, el capitalismo individualista, sobe todo a partir de la revolución keynesiana, pasa a convertirse en un Estado de bienestar (Welfare State). Sin duda, ese era el interés primero que la sociedad necesitaría plantear, pues no podía estar sometida a la rueda del trabajo (producción) para subsistir, perdiendo todo una vez que se sale de ella. Quedarían abandonados a su suerte. Por tanto, el Estado de bienestar ha sido un gran logro en una sociedad avanzada, pero que sin duda nos plantea una pregunta determinante, ¿puede el Estado continuamente soportar esta presión cuando el capitalismo individualista sigue actuando por su cuenta, amparado por el citado Estado de bienestar? Es posible que el uno sin el otro no puedan funcionar, que falle el sistema en sí mismo, de momento, sobre todo en los países desarrollados, el sistema (Estado) parece soportar esa gran soledad que deja el capitalismo. No obstante, la pregunta queda en el aire, pues no es de extrañar que tengamos que hacérnosla en otras ocasiones. Esperemos que sólo sea teorizando y no buscando salidas a un problema real.

Claramente, el Estado debe asumir los derechos fundamentales de sus ciudadanos, por ello, la reforma sanitaria en EE.UU no es más que un intento de dar a sus ciudadanos esos derechos fundamentales que le son justos, donde ese capitalismo individualista que todavía sigue forzando la maquinaria del “tanto tienes tanto vales” supone un gran obstáculo en la formación de un Estado de bienestar, que paradójicamente el país más desarrollado del mundo aún no ha diseñado del todo, en un lugar donde millones de dólares se gastan diariamente en conflictos armados, en desarrollar la potencia militar y armamentística. En el siglo en que vivimos el combate no tiene tregua. Y esa tan deseada asistencia sanitaria para todos será también igual de deseable para el que es enviado con un fusil a matar a otros hombres o a que otros hombres le maten. ¿No es como buscar la herida para querer curarla? ¿No falla la causa aunque sea necesario el efecto?

La calamidad de Occidente radica en la prisa, en la ya obscena lucha individualista, en la competividad insolidaria. Una forma de vida que nos aísla y nos traslada a la encrucijada de elegir entre nosotros o el otro, un mandato interior que recuerda a aquella frase de Horace Smith: “La caridad comienza por nosotros mismos, y la mayoría de las veces acaba donde empieza”. Sutil ironía del hombre lanzado hacia una búsqueda de la bondad, en la que solamente haya caridad para sí mismo. En una especie de falacia de la razón que se mueve en el logos de la sinrazón o de la razón alienada, en la dicotomía del poder y el deseo de ser recipiente de esa potestad, trastornando la dádiva en egoísmo receptor. Señaló Heráclito que a los hombres “les pasan inadvertidas cuantas cosas hacen despiertos, del mismo modo que les pasan inadvertidas cuantas hacen mientras duermen”, refiriéndose a que no se toma consciencia de que somos sujeto del logos, es decir, de la razón y de la palabra. Pero, realmente, ese ‘darse cuenta’ ¿ocurre mediante el logos, o es el logos su consecuencia? ¿Será el inconsciente ese recipiente de la incoherencia humana? Un ‘yo’ que vive su aventura como protagonista de un sueño, movido por los acontecimientos, pasiones e instintos, incapaz de tomar distancia, de saberse autor, sin poder optar a reescribir o encarrilar la historia comprendiendo las incoherencias de la trama urdida. Seguramente sería grato un personaje consciente de ese famoso “ne quid nimis” latino, (“de nada demasiado”), actuando con la moderación propia de quien sólo toma lo que le corresponde. Es posible que ello ahorrara prisas innecesarias, en un querer llegar siempre no llegando, solamente pasando día a día por las incongruencias del deseo insatisfecho.

Más allá de todo hay una necesidad vital, la de sobrevivir, que parece nunca terminar para la mayoría de los mortales, trocando en triste broma el sistema que hemos creado o que nos ha creado. Así pues, la vida puede convertirse en pura supervivencia acosada por un ritmo frenético, y ya el hombre cansado, como César Vallejo escribiera, confiesa: “Todos los días amanezco a ciegas / a trabajar para vivir; y tomo el desayuno, / sin probar ni gota de él, todas las mañanas.” Lentamente van pasando los días y el tiempo nos gana la carrera, cuando ya ni siquiera podemos –sin motivo alguno- detenernos en él.

Diario La Verdad, 31/01/2010

miércoles, 20 de enero de 2010

Bereshit

Quedaron usadas, gastadas las horas
y el libro abierto, como flor
en un jardín de nadie. ¡Deprisa,
la noche no llegará si la palabra última
vence al ocaso!
La luz que recorre el mundo
es una sílaba despierta,
una letra que has encendido
como vela en medio de lo oscuro,
en lo más profundo del alma
donde duermen los silencios
y las voces de este sueño
nacido de un vientre sin origen.
Quedaron historias por descifrar,
el resplandor del beso, la semilla
que inocente asciende a su cielo,
el amor que se fue y busca su regreso,
un poema que se hace vida al cantarlo
como luz que al ser vista se estremece.
Una rosa, un pétalo, un océano…
Un mar extranjero que navegar entre letras
cada noche, en cada palabra, en cada historia.

domingo, 17 de enero de 2010

El temblor del silencio

“Cada flor es un silencio”, escribió Juan Eduardo Cirlot en lírica surrealista. Posiblemente ese silencio fuese el del asombro ante la muda y completa unión con lo observado, o tal vez la comprensión del pájaro triste que todo lo sobrevuela, menos sus propias alas. Pues es la vida una esencia que se nos va, continuamente, sin que nunca podamos confirmar qué tienen de verdad las cosas vistas. La forma es la expresión de la esencia, la primera nace y se extingue en un abrir y cerrar de ojos, la segunda nos acompaña siempre, en un irse quedando. La tragedia es una de esas amargas esencias que se presenta en distintas formas, que nos recorre la vida cuando lo desea sin pedir permiso. Así, ante esa paradójica libertad que nos oprime, que consiste en ser una posibilidad a pesar de los presagios y el fatum, surge la angustia, en los términos de Kierkegaard, como vértigo ante una realidad abierta al todo o a la nada.

Hemos visto, con la tragedia de Haití, que un terremoto puede desquebrajar la tierra y todo lo que sobre ella vive y acontece, que en un suspiro el mundo se viene abajo y quedan bajo los pies –ente huellas y lágrimas- las ruinas de un naufragio insolente, añadiendo más pobreza a la pobreza, más miseria a la miseria, lloviendo sobre mojado. Y también es desolador que haya de ocurrir algo de estas terribles magnitudes para que los países desarrollados focalicen con urgencia su humanitaria atención hacia esta tragedia, cuando allí la tragedia viene siendo algo cotidiano desde hace mucho tiempo. Se miró hacia otro lado cuando Duvalier asesinó, saqueó, silenció y torturó a su pueblo, en uno de tantos reinados del terror a los que la humanidad no ha tenido más remedio que acostumbrarse. Se calcularon más de treinta mil personas asesinadas durante el mandato de este dictador haitiano, dejando a su país como el más pobre de América.

Una línea marca el abismo entre la opulencia y la pobreza, esto es, entre República Dominicana y Haití. Una línea, pues de este tipo de distinciones se forjan las sociedades, marca el abismo entre la vida y la muerte, entre los destinados al exceso y los que viven y mueren en la carencia absoluta. Entre una sociedad hipnotizada por el consumo, los espejos del individualismo capitalista y la desolación -aquí sí que la frase de Heidegger cobra más contundencia- del “ser para la muerte”. Pero quizá sea añadir más palabras vacías a un problema latente por el que poco se trabaja para solucionar, y del que de vez en cuando se habla en titulares televisivos entre pausa y pausa publicitaria. Fue Michel de Montaigne quien observó que “cada hombre encierra la forma entera de la condición humana”, por eso todo parece en ocasiones un eterno retorno. Los mismos conflictos, infamias, tierras baldías, encrucijadas morales, llantos impasibles… La misma esencia con distintas máscaras, otras formas para enfrentarnos a la misma lección no aprendida del hombre frente al hombre, como seres extranjeros de la humanidad que comparten. De nada sirvieron ni servirán las utopías si nunca es puesta la primera piedra, o si esta es puesta con el egoísmo por delante. Ahora cuando –más que nunca- poner una piedra conlleva hipotecar el alma y el desahucio está a la vuelta de la esquina, en esta otra catástrofe, más sutil, que también sufren los pobres entre los ricos, los extranjeros entre los extraños en un mundo de nadie, salvo del dinero. ¿Cuánto vale el alma humana si no puede dar forma a su esencia, si le hemos puesto precio antes de ser fabricada?

Entre la belleza paradisíaca una tierra desolada, quebrada. Entre el arduo intento diario de sobrevivir un temblor de desesperanza sacudiendo vidas, lazos humanos, humildes techos ahora abatidos por las sombras de la incertidumbre y un terror de ecos apocalípticos. Una forma letal de esa esencia indeseable que llamamos dolor, la esencia que el hombre arrastra desde que es hombre. ¿Qué palabras quedan por decirse todavía? A veces la libertad nos lleva a la impotencia como la flor al silencio. Y entonces sólo queda esperar a que pase la tormenta, para empezar desde cero a construir la esperanza. Y mientras tanto, como escribiese Rilke, “la imagen / de la bella creación reposa y se deshace en llanto” dentro de nosotros.

Diario La Verdad, 17/01/2010

domingo, 3 de enero de 2010

Nada nuevo bajo el sol

Nada nuevo bajo el sol”, esta cita bíblica del Eclesiastés (1:9) bien puede ayudarnos a reconocer que un viejo año suele apagarse con la rutina que acostumbra, entre hábitos atávicos y supersticiones que nuestra cultura va sembrando con el fin de dar un sentido al paso del tiempo. Algunos años quizá merezcan ser olvidados, pero no por ello no aprendidos. No hay mejor predicción, aseguran los cabalistas, que el conocimiento del pasado. Recordando lo que ya pasó en circunstancias similares evitaremos nuevos daños innecesarios. Es un principio fundamental de toda sabiduría, es decir, de todo sentido común.

El pasado y el presente, como intuyera T.S. Eliot, “se hallan, tal vez, presentes en el tiempo futuro”, y lo que quizá sea más interesante: “el futuro incluido en el tiempo pasado”. Toda lógica del devenir atestigua que allí a donde vamos en cierta manera es ya nuestro, pues es el suceder una continuidad íntima que día tras día atesoramos. Un tesoro, sí, el del tiempo que nos deja, sin prisa pero sin pausa, y al que dejamos, con más pausa que prisa. Porque todo irse es un comienzo, pero también triste despedida. ¿Adónde irá todo lo ganado, y también, por qué no, todo lo perdido? Todo lo que ha sido y no fue, o lo que fue y ya nunca más será. En definitiva, todo es lo mismo, o eso parece en la memoria del olvido, en la borrosa mirada a los antaños que una vez vivimos. Pero el luminoso tiempo nos perpetúa en el presente, como estatuas solemnes que soportan sus propios vestigios y los ajenos, con la esperanza a cuestas, amiga inseparable de la vida, sobre todo, en tiempos de tormentas. Y va quedando un agridulce sabor cuando avistamos esa tormenta antes del trueno inaugural, cuando “la mucha sabiduría”, lo dice también el Eclesiastés (1:18), “añade dolor”, antes de que todo se mude y se mueva como impone el presente cuando llega, sin tiempo para remembranzas, con la lección aprendida y el resonante murmullo que apresura su consejo de no volver a equivocarnos. Y todo vuelve a ser como era, una tormenta en el desierto, y la vida haciéndose a cada paso, imprevisible, a pesar de tantos comienzos.

Un bello misterio, sin embargo, cuando todo queda entrelazado por un solo canto, un recuerdo quizá que nos avisa de la posibilidad que sucede a la incertidumbre, del siempre buscado soplo de esperanza que culmine -y venza a- la tragedia. ¿Qué fue y qué quedó después de tanto, después de nada? “Después de tanto todo para nada”, en verso de José Hierro. Quedó un lugar que fue el todo, un mismo escenario –esta vida-, quedó un tiempo, una parte de la obra. Como una rosa que no envejece nunca, así es el espacio de la memoria, ese tiempo sin tiempo, en un continuo presente, que se sueña transformándose según sus secretas conveniencias. Algo irredimible o no, que es nuestro a fin de cuentas, como el cuadro que posa en la pared desnuda, dialogando con las sombras, en su perfección de nadie. Y concebimos –a pesar del recuerdo- que todo placer queda envuelto por una esencia secreta que lo hace irremplazable.

Tiempo y espacio, como nos mostró Einstein, son entelequias si se ven cada uno por separado. Conceptos que aislados el uno del otro “están destinados a desvanecerse en meras sombras”. Y quizá también juntos. Aunque sombras, al menos, que siguen nuestros pasos. Pues, ¿acaso no es la realidad una construcción mental?, ¿un lenguaje motivado por sus propias intenciones? ¡Ah de la vida! ... ¿Nadie me responde?”, exclama y pregunta en verso agotado Francisco de Quevedo. Siente que todo se esfuma, que apenas le duró el tiempo… y se agota de sus sombras. Cuántas formas para un mismo canto, cuantas voces ensamblando la polifonía del espíritu en la materia abstracta de un Occidente agotado de ser, siempre. No obstante, resonarán jóvenes los cantos de la albada, la mirada dispuesta al futuro y su conquista, en la esperanza, en el amanecer, en el cambio que merece tanta tierra baldía, desgastada por el tiempo enemigo que olvida a sus caminantes, porque no sabe esperarles. A pesar de todo, deducimos que un nuevo amanecer siempre habrá de convocarnos, suele ser así, para nuestra suerte. Y esto lo sabemos porque no hay “nada nuevo bajo el sol”. Salvo el fresco aliento del próximo instante.
Diario La Verdad, 03/01/2010

Compartir esta entrada:

Bookmark and Share

Entradas relacionadas:

Related Posts with Thumbnails