domingo, 25 de octubre de 2009

La libertad del hombre

Vio Shakespeare, a través de Hamlet, al hombre en su acción parecido a un ángel y en su entendimiento parecido a un dios. La concepción del hombre ha sufrido variaciones muy considerables en el tiempo, llevándonos de su heroica libertad a su esclavitud inerme, de su infinita posibilidad a una realidad sumisa y anegada. La libertad ha sido de unos pocos, muchos la han soñado, se ha soñado para muchos y todavía hoy continua ese sueño sin fronteras que evoca designios universales para fijar un nuevo conocer que a la totalidad conciba y le regale cobijo y dignidad. Giordano Bruno pensó lo infinito en términos positivos -al contrario que sus antepasados, incluidos los griegos- cambiando de verse como algo inescrutable a otra cosa muy distinta, totalmente accesible, que abre las puertas de la libertad, que llena el alma humana de posibilidades, de potencia creativa. La naturaleza se interpreta en estos términos, Copérnico o Galileo ascienden por ese camino, la razón matemática busca a Dios, desea expresar su infinitud, se sueña ese logro que el hombre -centro y punto de partida de su destino- entiende que puede vislumbrar. Así Pico della Mirandola le dirá al primer hombre: “No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los tengas y poseas por tu propia decisión y elección”. El hombre como un dios puede crearse a sí mismo, crear su realidad, elegir acorde a su infinita virtud, llena de todo y digna de ello.

El hombre descubre que su razón también es un instrumento para transitar lo aparentemente irracional, para darle luz, acceder a ello y conocerlo finalmente. Escribió Ernst Cassirer, refiriéndose a este nuevo nacimiento del pensar humano: “La razón matemática es la llave para una comprensión, verdadera del orden cósmico y del orden moral”. A través de este paradigma se logra una evolución considerable, un hallazgo que había de asumirse más tarde o temprano, una trascendencia necesaria para comprender al sujeto que da luz a las cosas que antes parecían sombras que sujetaban su realidad. El oculto Hermes Trismegisto o su Asclepios resurgen como huella necesaria de esa búsqueda innata que el hombre ejerce sobre sí. Pico della Mirandola concluye que: “Nada hay grande en la tierra si no es el hombre y nada grande en el hombre fuera de su mente y de su alma: si te elevas hasta ellos, te elevarás hacia el cielo”. Por eso, llamamos a ese tiempo humanismo, no podría ser otro el título que diera nombre a esta identidad nueva que había de ser la entrada al templo del libre entendimiento humano de la Europa moderna. Un camino que los griegos iniciaron y que siglos más tarde supondrá el espectacular renacer de Occidente.

Los humanistas tampoco olvidaron la humildad que debía acometer empresa tan grande. Una consecuente y necesaria mirada ante el absoluto que se presiente en el que no puede dejar de sentirse pequeño, una certidumbre sensata que todo hombre que se sueñe dios ha de tener como principio de responsabilidad con su tarea. Un amor a la vida que comienza por el respeto hacia lo que su maravilla representa. Es muy posible que no ocurra lo mismo en nuestros tiempos. ¿No fue el siglo XX una historia de la soberbia del ser humano que se consideró dios pero olvidó la responsabilidad que tal consideración disponía? ¿No es el siglo XXI otro efecto –casi imperceptible, según los ojos que lo miren- de tantas causas egocéntricas del hombre dominador y despiadado que utilizó su poder para destruir o esclavizar a su especie? Mucho de eso ha habido, no sólo en los dos últimos siglos sino en la historia de los siglos precedentes. Los optimistas, como Ortega, no olvidan sin embargo el siempre creativo impulso vital que posibilita que la historia siga su curso a pesar de los pesares, anécdotas al fin de una historia que crece y crece tanto en número como en obras de belleza. Pero no hay duda de que los pesares son demasiados y no merecen olvidarse, no como ejercicio de memoria masoquista, sino para no volver a caer en los mismos errores. Uno de ellos, sin duda, ha sido la vanidad, la ausencia de humildad, el ansia del dominio cueste lo que cueste. Por ello, el ejemplo de esos hombres renacentistas que amaron el infinito y velaron por él –y que sufrieron las represalias del poder, siempre ortodoxo y fiel a sus propios intereses- debería ocupar un hueco en nuestra memoria olvidadiza, tanto por gusto estético e intelectual como ético. Pensaron por sí mismos, escucharon a su conciencia y trabajaron por el hombre, objeto de su devoción como sujeto digno –imagen y semejanza- de su Dios. Una muestra de esa humildad consecuente la encontramos –por ejemplo- en Galileo, cuando afirmó: “Confieso libremente, como siempre he hecho, que me considero inválido y casi ciego para penetrar los secretos de las naturaleza, aunque muy deseoso de alcanzar algún pequeño conocimiento de ellos”. Es, a partir de ahí, desde esa humildad que es amor responsable, cuando entendemos esa poética de la potencia del hombre que Campanella cantó así: “Piensa, hombre, piensa, alégrate y alaba / a la altísima Razón Primera; obsérvala, / para que te sirva toda su obra, / con ella te una a fe bella y pura / y que tu canto de ella se eleve a la máxima altura”. Y así cantaron, buscando el conocimiento, y se elevaron, en la tierra y más allá de ella, hacia el destino más alto que el libre pensar ofrenda.

Diario La Verdad, 25/10/2009

lunes, 19 de octubre de 2009

Amor y destino

Suena el despertar, la luz secreta
que dicta al ser el acto verdadero.
Libre de todo, por sus pasos acompañado,
vive el hombre que ha de ver el mundo,
el esplendor, la idéntica imagen
de las voces que le afirman.
Eterno con la luz de todo.
Fuerte en su frágil calidez.
Sensible y puro como las nubes
que resbalan cúpulas de equilibrio.
Es el hombre de nadie, ni de sí mismo.
Es el hombre libre, ser de arena infinita
clamando océanos que surcar en soledad dorada.
Lágrima de amor, enamorada de su totalidad concebida.
Pasajera de lo imborrable, enigma de lo transitado,
emoción del paisaje que llamó a la puerta del mundo,
bella como un instante y suave como su sombra casi olvidada.
La noche invoca al deseo y los blancos cielos a su ángel.
Todos juntos despiertan con las luces que nacen.
Y en su torre de astros, el amor, la semilla alta del tiempo,
la voluntad del hombre que tras el sueño es de nadie.

domingo, 11 de octubre de 2009

Voluntad sin poder

Hay a quienes les sobra voluntad para querer cambiar las cosas que no funcionan pero carecen del poder para hacerlo y hay a otros que les sobra poder pero que carecen de esa voluntad solidaria, y buscan sólo la fría servidumbre de su propio deseo. Poder material, económico, político… monedas de cambio de esta sociedad prefabricada que busca su beneficio propio a cualquier coste. ¿Crisis económica? ¿Ahora nos damos cuenta? Cuando parece que nos está tocando o que nos puede tocar. ¿Y las crisis perpetua que viven los países subdesarrollados? Los cientos de millones de personas, también en los países desarrollados, que nacieron en la pobreza y en ella morirán como mueren día a día sin que nadie haga nada por ellos. De esa crisis, la de siempre, la que no nos toca y vemos en los telediarios, poco sabemos realmente o poco se quiere saber. No obstante, no es verdad que nadie haga nada, hay muchos que dedican su vida a ayudar al otro, de forma desinteresada, con la vocación y el altruismo que nace del corazón. Pero el poder está en otras manos, en las manos de quienes viven para amasar ganancias, vanidades invisibles cuya conciencia aún no ha despertado al reconocimiento comprometido del sufrimiento ajeno. Declara Amin Maalouf en su libro El desajuste del mundo: “El balance de la Historia nada tiene de ejemplar, puesto que jalonan guerras catastróficas, crímenes contra la humanidad, despilfarros masivos y trágicos descarríos, y todo ello nos ha llevado a este marasmo en que nos hallamos hoy”. Continúa Amin Maalouf señalando la necesidad de iniciar una nueva fase de la historia humana “en la que hay que volver a inventarlo todo: las solidaridades, las legitimidades, los valores, los puntos de referencia”.

Cerrar los ojos no es la solución. La agonía del mundo no se agota por ello, ni se duerme, ni se desvanece al cerrar la puerta segura de nuestras casas. Hay la buena voluntad de hombres ejemplares –como lo fuera el recientemente fallecido Vicente Ferrer- pero falta una verdadera implicación colectiva pasando en primer lugar por los principales ejes de poder que –mientras unos desfallecen en su intento de calmar la sed de los moribundos- entre cortinas de humo y fundaciones tapadera enmascaran su avaricia con débiles actos de hipócrita acción social en clubes benéficos de alto ‘standing’ mientras juegan al golf o beben cava Codorníu.

La hipnosis capitalista ha jugado siempre al moderado conformismo cuando se trataba de ayudar al prójimo. Para muchos la acción social se convertía en otro pasatiempo o actividad lúdica que consistía en lavar la propia conciencia y llegar a la cama con la convicción de su bondad. Max Weber, con cierto desencanto, definió el poder como “la posibilidad de imponer la propia voluntad al comportamiento de otras personas”. Así, la voluntad de poder, esa de la que habló Nietzsche, puede ser terrible cuando se trata de imponerla sobre otras voluntades, sobre otras -dicho claramente- libertades. El comportamiento del poder –su dialéctica- la que definieron Hegel o Marx, ha consistido en la dualidad del amo y del esclavo, figuras necesarias e interdependientes que con ética darwinista parecen haber estado enteramente justificadas por la naturaleza biológica humana. Dirán que igual ocurre con los animales, que el pez grande se come al pequeño, que es así desde que el mundo es mundo. Lo dirán incluso personas que se consideran fundamentalmente cristianas o religiosas en general, a pesar de esa otra realidad espiritual dada en sermones en la montaña que se alaban con fe piadosa y misericorde. Llegó a afirmar Erich Fromm que la voluntad de poder “es sin duda la expresión más significativa del sadismo”. Pero más allá de la posesión sobre algo, de dominar, está ese otro sentido del poder como la capacidad de hacer algo, de poder hacer algo. El poder significará dos cosas distintas: dominación o potencia; y ambas son excluyentes. “El poder, [dirá Fromm] en el sentido de dominación, es la perversión de la potencia”.

¿Podrá salir el ser humano de su perversa potencialidad? ¿Podrá dejar de destruir para empezar realmente a construir, a construirse a sí mismo? Como afirmó André Malraux, también nos lo recuerda Maalouf en el libro antes aquí citado, el siglo XXI “será religioso o no será”. Y, como sabemos, el significado de está palabra -del latín ‘religare’- es religar, reunir: volver a unir lo que está desunido.

¿Puede el hombre continuar mucho más tiempo rehuyendo de sí mismo? ¿Podrá entender que forma parte del mundo, que está unido a él, que debe reunirse con él, pues su bienestar es interdependiente? Su libertad es igual que la del otro y si en alguna parte del mundo la voluntad de poder ser libre no es posible, se corre el peligro de que la libertad deje, algún día, y quizá para siempre, de existir. No lo olvidemos, todos corremos el peligro de terminar siendo esclavos del poder.

Diario La Verdad, 11/10/2009

sábado, 10 de octubre de 2009

Como si no pasara nada

Entre tanto no llegar el tiempo va pasando como si nada,
entre tantos mañanas relegados, puertas sin abrir, silencios sin escuchar,
la voz de la vida cruza dispuesta el cerco del vacío, la herida del espacio,
el sueño del abismo que intenta despertar la noche eterna, como si no pasara nada.

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