domingo, 30 de agosto de 2009

El sentido de las causas

Tomás de Kempis, ya a principios del siglo XV, en su libro Imitación de Cristo, nos legó un consejo que merece traerse a la memoria por ser ahora también de adecuada escucha: “La salida alegre causa muchas veces triste vuelta, y la alegre trasnochada hace triste mañana”, nos dijo. Y es que, el valioso tiempo de nuestras vidas pasa a menudo inadvertido en jornadas de triviales empresas acometidas, en obscenas pretensiones, en horas de hastío y naderías que nos alejan de compromisos que el alma anhela pero olvida, entregada al albur y a la inercia de lo cotidiano. El sentimiento de búsqueda de Dios, de la verdad, del conocimiento o de las leyes misteriosas que rigen el cosmos ha sido una tarea a la que muchos consagraron (y consagran) sus vidas, pasando por el fracaso agotado de no hallar lo buscado, por la obsesión incontenible e imparable de dar respuesta a sus preguntas y también, por supuesto, por la satisfacción sublime que produce la cercanía a un misterio casi descifrado. Pero, sin embargo, en nuestro tiempo son pocos los que se preocupan por las llamadas cuestiones metafísicas, por aquellos territorios profundos que competen al espíritu humano, por el sentido fundamental de todo cuanto ocurre: ¿azar?, ¿providencia?, ¿destino?, ¿naturaleza? Muchas son las posibles causas apuntadas del fenómeno.

La medicina, tan trascendente para nuestra salud y supervivencia, solamente se ocupa –en su mayor parte- de combatir los efectos, de declarar la guerra a la enfermedad, y en consecuencia, al propio cuerpo. La curación alopática busca producir nuevos fenómenos, que reaccionen contra los considerados malsanos, o síntomas de la enfermedad. Reacciones que, como un parche, ocultan el hecho, lo maquillan, generando sensación de bienestar (y otras tantas, sensaciones peores que el malestar tratado). A lo que hay que añadir el entramado e interés comercial de estos productos ‘terapéuticos’ que las empresas farmacéuticas generan como moneda de cambio en el juego tan serio de la salud vital. El doctor Juan Manuel Marín Olmos en su libro
Vacunaciones sistemáticas en cuestión realiza la siguiente reflexión: “Con las biotecnologías, con las técnicas de modificación germinal, con las vacunas transgénicas, el hombre cree o pretende tomar el control, no sólo de la suya, sino de toda la evolución. La vieja disputa entre los dioses y los hombres, expresada en la mitología griega, se hace realidad 3.000 años después. Los científicos mecanicistas compiten con la divinidad: el arma, el método experimental, el escenario, la biosfera, el objeto de la disputa ‘la Bolsa y la Vida’. ¿Quién ganará?”.

Me pregunto si podemos permitirnos tomarnos tantas licencias para con nuestros semejantes como con el resto de los seres vivos y con el entorno que todos compartimos. Soñándose demiurgo de la materia, tomando al hombre como golem que moldear a imagen y semejanza de sus perversos experimentos, la ciencia escenifica un cuadro peligroso para nuestra propia supervivencia saludable, empezando por el planeta en que vivimos, cuyo cambio climático es ya más que una evidencia. El espíritu materialista, contradictorio ontológicamente, reina el territorio académico e intelectual de nuestros días, sin dejar un reducto de creatividad para una visión del mundo más humana y humilde. Ortega y Gasset en
La rebelión de la masas ya denunció la decepcionante especialización de los pensadores (o mejor dicho, técnicos) de nuestros días, incapaces de aportar una mirada integral, crítica y con conocimiento de causa de todo el entramado humano, pasando por supuesto por su cultura, que lo es todo.

La observación, sin duda, es ardua. La causa del fenómeno, ese inevitable ‘¿por qué?’, caracteriza la búsqueda humana del conocimiento. Al menos, reconozcamos la imposibilidad, como principio de honestidad científica. Tanta urgencia de respuestas, mal enfocadas, como una fotografía en movimiento, generan mayor extrañeza y alejamiento de la realidad. ¿Cómo conocer el futuro si no podemos observar convenientemente el presente? Como declaró Werner Heisenberg, en conclusión a su ‘principio de incertidumbre’: “Incluso en principio no podemos conocer el presente con todo detalle. Por esta razón, todo lo observado no es más que una selección de una plenitud de posibilidades y una limitación de lo que es posible en el futuro”. En esa ‘plenitud de posibilidades’ entra en juego una mirada necesariamente individual y selectiva del fenómeno. La causa está viva en el espacio-tiempo, no hay ningún hilo preciso que provenga de su efecto. Las posibilidades son infinitas. Y el criterio, humano, no mecánico, aunque sí racional, y con ello, creativo, tiene mucho que decir al respecto. Esperemos que así sea. Mientras tanto, pronuncio aquella estoica frase latina atribuida a Cierón en sus momentos últimos: “Causa causarum, miserere mei” (Causa de las causas, ten misericordia de mí).


Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 30 de agosto de 2009

domingo, 16 de agosto de 2009

La cultura del progreso

Pasan los días con la certeza de que mañana no será igual que ayer. Algo lo cambia todo, tal que la roca se erosiona con el choque continuo de las aguas, presentando nuevas formas para su devenir. Las formas de la vida, como la roca, cambian precipitadas a una imagen diferente, gastada por el tiempo, pero nueva, finalmente, como toda diferencia, única en su identidad. Las imágenes que las cosas nos devuelven nos transforman también a nosotros, pues el contexto de la circunstancia apela a una adaptación necesaria para mantener la armonía con el medio en que hemos de desenvolver las horas que comprenden nuestra aventura en la vida.


Queda la cultura, como sombra de lo vivido y también como viva luz del porvenir. Las modas, sucedáneos de la cultura caracterizadas por su fugacidad, ambientan frágiles escenarios para un espectáculo vacuo incapaz de arraigar identidades duraderas. Muchas veces todo queda en vulgar disfraz que ponerse y quitarse según las exigencias del guión. Otras veces, la cultura arraigada durante siglos, corre el riesgo de perderse para siempre, riesgo que puede durar otros tantos siglos, circundando esa tradición, como el equilibrista, por una fina cuerda sobre un ancho abismo.


A ese abismo también se le llama progreso, o paso rápido sin pasado ni presente, orientado únicamente al mañana, sin otra meta que la de avanzar, sin otro medio que el de los fines. He aquí una forma llamada ‘la cultura del progreso’ que prácticamente desbanca irremisible todas las culturas anteriores y hace súbditos de ella a aquellos que la avalan y consumen. Las nuevas prestaciones del teléfono móvil que, como una tarta, entra por los ojos del paseante que lo observa a través del escaparate de la tienda, cabizbajo por el precio pero entusiasmado por funciones multimedia que el día de ayer jamás hubiera podido soñar y que hoy se convierten en una realidad al alcance de su mano. Sólo habrá de esperar unas semanas o unos pocos meses para que el precio sea asequible y poseerlo, aunque posiblemente haya otros aparatos en el escaparate riéndose ya de esa antigualla casi por descatalogar. Es la tragedia cotidiana de un esclavo del progreso.


Pero nada es bueno ni malo por sí mismo. ¿Quién puede afirmar a estas alturas que el progreso es totalmente negativo? ¿Y la medicina, la comunicación, la propia cultura? ¿No se han beneficiado todas ellas de eso que llamamos progreso? Quiero citar unas palabras de Jürgen Habermas abiertas al debate: “Los éxitos de la técnica, como el dominio de la energía atómica y los viajes al espacio, las innovaciones, como el descubrimiento del código genético, y la introducción de tecnologías genéticas en la agricultura y la medicina transforman nuestra conciencia del riesgo, nuestra misma conciencia moral”. Aquí Habermas plantea la clave del debate de nuestro siglo respecto al progreso indicando que, principalmente, hablamos de una transformación moral que -como tal- necesariamente plantea un conflicto. Es, por tanto, a mi entender, un gravísimo error de conciencia crítica, declararse de primeras partidario del progreso o contrario a él. Tendríamos que saber, en primer término, de qué progreso hablamos, qué cuestión concreta es la que necesitamos dilucidar. Ya superamos el Romanticismo ideológico. Entre Todo o Nada hay infinitos matices.


Vuelvo a citar a Habermas: “El corto siglo XX termina con problemas para los que nadie tiene una solución, ni parece tenerla. Mientras los ciudadanos del fin de siglo se abrieron un camino a través de la niebla global rumbo al tercer milenio, sólo sabían con certeza que una época histórica llegaba a su fin. No sabían mucho más que esto”. Pasamos de siglo con los mismos problemas, bajando el telón de la escena para volver a subirlo urgentemente enfrentándonos al mismo argumento y tragedia. La sociedad (democracia) a un lado y los políticos al otro. Como espectadores de esa obra en la que ningún actor tiene libertad propia salvo la de interpretar correctamente el guión preestablecido. Dándonos cuenta así, de que nosotros no movemos el progreso, sino que el progreso nos mueve para bien o para mal. Hasta que los hechos nos vuelven a poner cara a cara con la Historia, esto es, con la naturaleza humana, que nos recuerda que no somos tan impredecibles como parece y que, de alguna manera, salvo las diferencias lógicas que el tiempo impregna en una sociedad, siempre volvemos a tropezar en la misma piedra y a dar vueltas por ese círculo que soñamos lineal e infinito hasta que nos reencontramos con el punto de partida del camino que anduvimos. Todos los días nacen nuevos prometeos y los mitos se suceden unos a otros siempre con idénticas moralejas.


Una vez más la cultura, no la de las modas sino esa que nunca muere, nos entrega, entre tantas cosas valiosas, esta frase para la reflexión que ahora yo rescato del tiempo y que una vez diera punto y final a una genial novela de Scott Fitzgerald (El gran Gatsby): “Y así vamos adelante, botes que reman contracorriente incesantemente arrastrados hacia el pasado”.


Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 16 de agosto de 2009

martes, 11 de agosto de 2009

Nostos

Futuro cuerpo certero el que aproxima
tanto anhelo de nostalgia sin memoria.
Solamente escondida entre las olas
vaga la noche en un vivir ausente
que sueña un lugar sin nombre,
allá donde la eternidad desprende
visiones de felicidad postergada.
Recuerdos son, acaso sueños, los paraísos
de la añoranza cálida en que despierto,
imbuido de amor, intacto de tiempo,
sereno como el mar, sin ruta y sin comienzo.

domingo, 2 de agosto de 2009

Arte y religión. Destino al infinito

Hay quienes han vivido la experiencia del sentimiento religioso en su máxima extensión a través de una obra de arte (al observar el Cristo crucificado de Goya, leyendo unos fragmentos de la Guía espiritual de Miguel de Molinos, escuchando un réquiem de Francisco Guerrero, etc.) El sentimiento de Dios puede surgir en cualquier momento, espontáneamente, de la mano de una impresión estética, o no surgir nunca. También puede ser, ha sido lo más general, la educación recibida en la infancia la que ha tatuado unas creencias ajenas que, lentamente, quizá deformadas, han llegado a inscribirse en el consciente y subconsciente nuestro.

En muchos casos, estas creencias han ido acompañadas de un profundo temor a caer en el castigo del pecado impuesto por las instituciones religiosas, en definitiva, por aquellos que niegan vivir libremente, esto es, en base a nuestra propia responsabilidad individual. Ha sido, todavía lo es, un sentimiento basado en la culpa, un amor muy terrenal hacia un falso reflejo, lo que ha movido a la enseñanza y práctica religiosa “oficial”.

El guionista de la célebre Taxi Driver, Paul Schrader, vivió una educación familiar basada en ese temor divino, que le impidió, incluso, no ver ninguna película hasta cumplida la mayoría de edad. En su libro El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (1972), recoge la siguiente cita del filósofo holandés Gerardus van der Leeuw: “La religión y el arte son líneas paralelas que se cruzan solamente en el infinito, allí donde se encuentra a Dios”. Está claro que ese tipo de religión, a la que se refiere van der Leeuw y Schrader, no es la de las instituciones religiosas, no está auspiciada por ningún Papa, ni gurú, ni puente alguno entre Dios y el hombre. Siendo –por el contrario- el único puente, el único pontífice, el propio espíritu individual.

Tienen el arte y la religión un registro común que nivela su trascendencia: su dimensión espiritual. Un territorio que ni la mente ni otros límites pueden dominar, que se ubica en las altas esferas de la sensibilidad humana, esa sensibilidad que roza lo incomprensible, una mística más allá de la razón, un fuerza alígera por la que nuestra alma transita el mundo que rebasa sus límites comunes.

Diríamos que la experiencia mística tiene mucho de experiencia estética, y viceversa. Que en ambas circunda lo sublime con su hálito inefable. En aquello extraordinario por su grandeza, por superar nuestra limitada visión humana, reside lo sublime. Una especie de temor que seduce, que contraría y atrae, como la mirada a un abismo infinito. Así el arte puede rompernos con solo mirarlo, por la impresión que nuestros sentidos captan en la realidad material de una dimensión más allá de toda ordinaria aprehensión.

La visión clara de lo religioso, como de lo artístico, se da cuando no está fundada en previas concepciones. El fenómeno, para ser captado totalmente, ha de ser vivenciado como un nacimiento en el que no se sabe nada, desnudos frente al instante, salvo de lo que ese espontáneo instante que ocurre nos ofrece. Mística y estética se funden en un mismo sentimiento que revoluciona todo el ser desde sus entrañas y oscuridades más profundas hasta la base misma de la conciencia racional. Algo así como un caos instantáneo que ordena nuevamente la realidad vital. Quizá en un solo segundo el infinito se reconoce y ya queda integrado para siempre en el cosmos de nuestra experiencia.

Esas líneas paralelas (arte y religión), que lo son en tanto que fundaciones humanas, parecen tener un destino en común que sobrepasa lo finito. Allí, en lo infinito, se produce la unión místico-estética (espiritual), en un viaje aparentemente imposible. Pero sólo aparentemente. Pues a medida que nos vamos despojando de los equipajes inservibles, de las prendas baldías, de la memoria memorizada, del mañana previsto, el camino cobra sentido.

Un viaje que comienza como un destello de luz temible, pero que pronto comprendemos que nos es tan íntima como nosotros mismos, porque esa luz reside precisamente ahí: en el interior de uno mismo. Ahí está, siempre lo estuvo -en el centro de cada ser- la letra primera, el infinito.

Artículo publicado en el diario La Verdad el domingo 2 de agosto de 2009

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