domingo, 25 de enero de 2009

Unidad en la diversidad (Obama, el cambio de la esperanza)


El mundo necesitaba un cambio y el cambio ha sido dado. El nuevo presidente de los Estados Unidos de América, Barack Obama, representa esa nueva imagen de impulso y renovación que la sociedad venía pidiendo a gritos ante la nefasta gestión de George W. Bush.
La crisis económica global ha sido el último ingrediente del desastre político estadounidense, cuya decadencia, como la del Imperio Romano, era ya intuida por muchos analistas y profetas mediáticos que no contaban con la posibilidad de que el cambio político norteamericano fuera tan drástico y espectacular. Como en un concierto de rock Obama juró su cargo de presidente ante una multitud exaltada y conmovida, ilusionada por el carisma y la brillantez de un nuevo líder capaz de sembrar esperanza en un pueblo asustado y cada vez más atrincherado desde el 11-S.
Sus palabras son frescas y convincentes, propias de una cabeza con ideas y una retórica que recuerda a la eficaz oratoria romana que conmueve, convence y deleita al unísono. Hasta ahora, eso es lo que podemos ver, su carisma y voluntariosa predisposición, pero, sin duda, Obama tendrá que convencer con hechos y todos esperamos que lo haga pronto y bien, pues otra decepción sería como un jarro de agua fría no sólo sobre el pueblo americano sino sobre toda la población mundial. En mi opinión, el nuevo presidente tiene una función primordial a llevar a cabo lo antes posible; y es ser capaz de sembrar la idea y la realidad de «unidad en la diversidad». Sin duda, los conflictos se producen por diferencias entre unos y otros, por intereses colectivos que chocan con los intereses colectivos de otra esfera social. Pero, en definitiva, todos somos habitantes de un mismo lugar, el planeta Tierra, y por tanto, todos somos iguales en derechos y obligaciones, en oportunidades y deberes.
La humanidad está tardando mucho en darse cuenta de ello, a pesar de tratados formales de derechos humanos y otras cartas parecidas. Al final, cada uno mira por sus intereses, y devoramos al contrario incluso antes de que nos haga nada, no vaya a ser que nos ataque en un futuro. La simple sospecha ha quitado muchas vidas.
Georges Duby, en su ya clásico libro Historia social e ideologías de las sociedades señala algo muy obvio pero que no deja de ser la piedra con la que tropezamos siempre, al fijar la mirada en nuestro propio ombligo. Dice lo siguiente: «en una sociedad dada, coexisten diversos sistemas de representaciones, que rivalizan entre sí». Esta frase es como una ley natural de las sociedades, siempre ha sido así y puede que cueste mucho cambiar algo tan innato.
Por tanto, asumiendo que las necesidades propias de cada individuo son diferentes a las de otro, y lo mismo para las sociedades, la gran cuestión es si la resolución de estas necesidades puede realizarse de forma justa y sin daños colaterales. La idea básica de que todos nosotros somos uno, we are one, debe incrustarse verdaderamente en nuestras mentes, pues, en definitiva, este ha sido el mensaje de Jesucristo, Buda, Krishnamurti… y de tantos otros paradigmas de lo moral y lo ético personalizados en nuestra sociedad. Esta idea es fundamental para seguir adelante, así como conseguir olvidarnos pronto de esa falsa noción del capitalismo en la que al andar hay que poner la zancadilla al prójimo pues si no éste te la pondrá a ti. La competitividad, el ansia por alcanzar éxito, poder, fama, dinero, prestigio, nos ha envenenado el alma, hemos hecho de un plácido y tranquilo paseo por la vida una carrera encarnizada y a contracorriente por un océano tempestuoso y oscuro. Como señala el Tao, en la no-acción está la verdadera acción. En la resistencia hay más tensión que en la adaptación flexible a lo que tenga que venir. Al mirar al otro como un reflejo de ti mismo, olvidando la distancia entre el observador y lo observado, siendo todo una misma cosa, nos damos cuenta, realmente, de que no hay división sino unidad, unidad en la diversidad.


Publicado en el diario La Verdad el domingo 25 de enero de 2009

domingo, 11 de enero de 2009

Carpe diem



Esa cuarta dimensión que Einstein llamó ‘tiempo’ representa –sin remedio- el reloj de arena de nuestras vidas. Es una magnitud física que nos ubica en un determinado momento de la larga historia de la eternidad. Un fenómeno marcado por el cambio y la contingencia, tanto para nosotros como para todo lo que nos envuelve, esto es, el universo. 

En esa contingencia –o incertidumbre- la física moderna nos propone una cuestión reveladora y digna de ineludible reflexión. Y es que, dicho llanamente, no sabemos nada, o expuesto de una forma menos contundente, que no podemos saber nada con absoluta exactitud. No sabemos nada del comienzo y tampoco nada del final.

Cada uno de nosotros está en un determinado punto espacio temporal, el todo está en él desde esa perspectiva, y al cambiar de posición, la perspectiva varía con él. El punto temporal objetivo siempre es el presente, el hombre no puede estar en otro lugar más que en su ahora, a pesar de la rememoración o la predicción, o los futuribles, o la nostalgia.

Como señaló Ortega: “El futuro es precisamente lo problemático, lo inseguro, lo que puede ser o no ser: no lo tenemos sino en la medida que lo pronosticamos. De ahí el ansia permanente, en el hombre, de adivinación, de profecía.” Quizá la ciencia incurra en el mismo error, con sus intentos de prever lo que pasará en el universo, sus ecuaciones del devenir y su ansia de convertirse en demiurgo del destino humano. 

A nosotros nos queda el presente, no tenemos otra certidumbre, y en ese lugar se va desarrollando nuestra línea o círculo de la vida. Tenemos algunas cosas seguras, como que después del verano llega el otoño, después del día la noche, etc. La naturaleza es cíclica en su comportamiento físico y lo mismo podemos presuponer del cosmos, ese orden –en expansión- cuyo tiempo, como el nuestro, no es inmutable, sino víctima de su devenir natural. Otra cosa es segura –porque lo vemos a diario- que todas las cosas nacen, cambian y mueren. Nace la luz, sus tonos van cambiando –apagándose- hasta morir con la oscuridad de la noche. Y lo mismo ocurre en nuestros cuerpos.

He aquí la máxima que necesitamos para olvidar cualquier existencialismo sombrío, una sencilla expresión de nuestro pasado literario latino, el famoso tópico horaciano ‘carpe diem’. Nuestros clásicos, desde la India, pasando por China o Japón, hasta Grecia y Italia, ya lo sabían y nos lo dijeron de muchas maneras.  No hizo falta un descubrimiento científico para llegar a esta conclusión, sino solamente la experiencia vital, la sabiduría que la vida impregna en nuestra manera de vivirla a base de errores y aciertos.

Quizá nuestra condición humana se resiste a vivir solamente el presente, su acontecer instantáneo, y busca más allá de lo que está, desea, proyecta, imagina, sueña, inventa… Posiblemente el animal sea más sabio que nosotros en este sentido, ya que está libre del  anhelo existencial impreso en nuestro código genético y que llamamos ‘razón’. Pero la razón muchas veces no lleva la razón y como bien expresó Jorge Luis Borges: “El hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el animal, mágico, en la actualidad, en la eternidad instante”.  Tal ver sea el momento de indagar en el presente, dejando de lado lo inexistente, y hacer de cada segundo una mágica eternidad, lúcida y constante. 

Publicado en el diario La Verdad el domingo 11 de enero de 2009

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