domingo, 30 de noviembre de 2008

Entre Oriente y Occidente. (Sobre "La tentación de existir", de E.M. Cioran)


A pesar de la televisión y de otras muchas cotidianas distracciones que casi por inercia consumen nuestro valioso tiempo, hay otros momentos que se ofrecen propicios para el cultivo de una enriquecedora tarea llamada lectura. Bien es cierto que aquello que entendemos por lectura comprende un panorama sumamente amplio o sumamente estrecho, según el lector, habitado generalmente por revistas y magacines, periódicos, novelas, cómics, etc.

Cada día salen al mercado un número elevadísimo de libros y da la sensación de que actualmente hay más escritores que lectores. Pero verdaderamente son pocos los buenos libros que podemos encontrar y la mayoría de ellos no se exhiben en los escaparates sino que duermen en las segundas o terceras filas de las estanterías.

Así es como doy comienzo a la crónica de mi encuentro con uno de esos libros, quasi secreto, en una de esas grandísimas superficies de libros o también llamados mercadillos de best-seller. De nuevo descubro que un libro nos invita a abandonar por un tiempo la realidad, que nuestros quehaceres y preocupaciones quedan atrás y es otra voz, no la de nuestra conciencia, la que escuchamos, siempre con incertidumbre y confiada esperanza.

El libro que encontré es de género filosófico. Su autor: Cioran. Y una frase en el comienzo del transcurso del texto ya sobradamente lo justifica en su conjunto: «Sólo se libera el espíritu que, puro de todo contubernio con seres u objetos, se ejerce en su vacuidad». Esta máxima nos traslada a la clásica oposición de formas de vida entre Oriente y Occidente. Frente al trasiego y desbordamiento de nuestra civilización se sitúa el quietismo o vacuidad del Tao chino, del Zen japonés o de las doctrinas búdicas de la India, verbigracia. Cioran nos dice que en nuestra civilización los que verdaderamente asumen el modo de vida oriental son los mendigos. Recordemos el nombre que se le da a los monjes budistas (bhikkhus), que etimológicamente significa mendicante. O los famosos indios sanyasines o renunciantes, que lo abandonaban todo, incluso su palacio, en busca de la iluminación, como hiciera el mismo buda Sakyamuni.

Otro estilo de vida occidental que trata de asumir, ya conscientemente, modos de vida espirituales, éticos y/o filosóficos, religiosos o culturales (gastronomía, música, vestimentas...) venidos de Oriente se ha definido como new age. Pero este movimiento en la mayoría de los casos alumbra superficialmente la vida de sus practicantes y pocos son los que viven con verdadera fidelidad el significado profundo de las doctrinas con que simpatizan. Apunta Cioran que «Estar a la altura de la eternidad es también vivir al día».

Este modo de vida, de liberación absoluta y desapego, invita a asumir una ética radical en la cual, ligeros de equipaje, nuestra vida, tal que serenos budas, fluyese en el día a merced del instante. Se pregunta Cioran, y vaya esta pregunta destinada a aquellos simpatizantes y practicantes de la new age, si ¿«es concebible el Buda fiel a sus verdades y al mismo tiempo a su palacio»?

¿Es posible alcanzar un equilibrio, me pregunto yo, entre el modo de vida oriental y occidental? ¿Sería posible que nosotros, los occidentales, optásemos sabiamente por mirar a Oriente con la capacidad suficiente de aplicar e integrar aquello que complementase y llenase las carencias de nuestra agitada y desorientada civilización? Yo creo que sí. Que esto podría lograrse de una manera razonable, sin caer en cinismos ni hipocresías.

Mi excursión por la librería ha resultado ser enriquecedora, este hallazgo extraordinario llamado La tentación de existir de E.M. Cioran me ha permitido volver a reflexionar acerca de un asunto sumamente interesante y que merece la pena pensarlo detenidamente en más de una ocasión. Y ya sea desde alguna librería o presencialmente (desde la India, China o Japón, p.ej.) resultaría muy grato hacer una visita a la tradición espiritual de nuestros vecinos de Oriente, los cuales tienen, sin lugar a dudas, mucho que enseñarnos.

Publicado en el diario La Verdad el domingo 30 de noviembre de 2008

domingo, 23 de noviembre de 2008

El sueño de la razón occidental



No parece fácil determinar, a pesar de la lógica aristotélica, que una proposición bien formulada sea rigurosamente verdadera. Las aporías, paradojas o los intentos de llegar a la verdad mediante hipótesis y teorías nos hacen creer que una cosa es lo que es, cuando desde otro punto de vista resulta ser lo contrario.

En estos tiempos de crisis donde la paradoja no es la conclusión sino el incipit, vemos claramente que todos los discursos parecen aportar soluciones razonables y en seguida escuchamos otros que aportan nuevas visiones. Realmente, nadie sabe nada pero se comportan como si todo lo supieran, movidos por intereses personales, verdades propias sin fundamento universal. He ahí la paradoja del mundo occidental, un pensamiento movido por la razón que naufraga en la sin razón de su destino: abstracto, complejo, ilusorio y virtual asolado por los monstruos de la razón, que en su sueño materialista (otra paradoja) han dejado un vacío irrecuperable en el horizonte del porvenir, a pesar de los consabidos pactos de desarrollo sostenible y de globalización solidaria.

Quizá tuviera razón el viejo Plinio cuando sentenció: «Usus docet minora esse ea quae sint visa maiora» («La experiencia enseña que son menores los males que nos parecen mayores»). Sobre todo ahora, en nuestro tiempo, donde la dialéctica de la posmodernidad se distingue por su inestabilidad crítica, por su polifacética apariencia, tan cambiante como los valores de la bolsa; donde un día es el final del mundo y al otro el comienzo de un nuevo despertar.

La razón enferma cuando no es sostenida por una voluntad libre (diría Schopenhauer), todo falla cuando las verdades están entrampadas por intereses, motivaciones y egoísmos; ya ideológicos, estéticos, religiosos, económicos o lo que fuese.

En tiempos de crisis conviene mirar al frente con sólidas y fuertes convicciones avaladas por el sello del libre pensamiento y no por las iglesias, los bancos o los partidos políticos. En tiempos de crisis (y ése es el verdadero sentido de la palabra crisis) todo cambia, inevitablemente. Puede que la crisis sea un pretexto para el cambio, una lógica y necesaria causalidad para evitar el ahogo del planeta ante su propia opresión sistemática. 

En tiempos de crisis se habla de revoluciones, que según Debord, son los únicos movimientos donde la historia transcurre verdaderamente, donde se puede hablar con certeza de progreso y avance. Pero las revoluciones, desde Ortega y Canetti, ya no pueden ser del pueblo, pues sólo queda la masa. ¿Y dónde quedó el individuo? El individuo está (también literalmente) hipotecado. Pero al menos está, que ya es bastante. 

Todavía le queda la palabra, aunque sea para gritar solo en la solemnidad de su noche baldía las revoluciones perdidas. No es difícil suponer que la conclusión de todo esto sugiera observar todas las verdades (o todas las mentiras) y no mirar siempre lo que queremos ver, dejando de lado lo que no nos gusta, haciendo de nuestra percepción siempre algo parcial y, por tanto, incompleto. 

Fue Confucio quien dijo que el conocimiento es «estar al tanto de lo que sabes y de lo que no sabes, eso es ciertamente conocer». A menudo elegimos sin valorar todas las posibilidades, como seres programados para hacer siempre lo mismo. Hacer algo diferente, no previsible, puede suponer una cierta amenaza hacia nosotros mismos, como si nuestra identidad corriera peligro al elegir algo que supuestamente no tendría por qué haber sido elegido por nuestra condición de católico, musulmán, rico, pobre, ateo, comunista, liberal, etc. Nosotros mismos nos ponemos las cadenas, no soportamos la presión de reconocernos absolutamente libres y responsables (ya lo dijo Sartre) y delegamos en otros esa responsabilidad, en nuestros políticos, banqueros, sacerdotes, médicos o incluso programas de televisión.

La verdad está en todas partes, pero no es de todos, solamente de unos pocos. La verdad se vende en los centros comerciales, en las pantallas de televisión o en las tiendas virtuales, y con su efecto hipnótico y amnésico, nos olvidamos del problema y volvemos al sueño de la razón occidental, cantando el Himno a la Alegría ante la victoria de haber llegado a la cima, sin darnos cuenta que no era la cima de la montaña, sino del volcán.

Publicado en el diario La Verdad el domingo 23 de noviembre de 2008

sábado, 1 de noviembre de 2008

Del zen al mercado común


Presenciar el instante es una puerta abierta a lo eterno, un segundo consciente, un ‘satori’ para el que sobran las palabras. La relatividad del tiempo conquista nuestra atención exacta del ahora, liberándonos de lo que fue o de lo que será. Un momento de iluminación significa hacerse testigo de la vida y por ende, de la muerte. Testigo del proceso -de una forma distanciada, omnisciente- para que los sueños de la razón –o de la emoción- se despejen definitivamente, y con ello, todo el mundo ilusorio que entendíamos por real. Un momento de iluminación significa ver –sin cortinas de humo- la realidad, o quizás entender: que nada es real salvo el testigo objetivo que no se identifica con su sueño incompleto y fantasmagórico.

El tiempo físico en esta vida traza un mapa de incertidumbres y esperanzas, de sueños y de planes por realizar, de metas y de propósitos a llevar a cabo. En verdad, el tiempo biológico nos ordena, nos estructura de alguna manera para hacer lo que tenemos que hacer en cada momento. Nos acostumbramos a proyectar el tiempo para poder seguir viviendo. Vivir sin saber lo que uno hará en una hora o en un día es casi impensable en esta sociedad funcionalmente tramada. Nosotros somos los personajes y los autores del argumento de una obra que se desarrolla en una sociedad que –en primera instancia- pone las normas básicas de la acción. Todo eso está bien, pero no cabe duda de que nuestra capacidad creativa se limita considerablemente. Olvidar el tiempo supone olvidar nuestra función social, penetrar en otro tipo de acciones –quizá anárquicas- que la sociedad no admite y para la que no deja argumentación posible. Ciertas acciones han de ser sólo teóricas (meta-acciones) para no caer en el desorden social, que podría poner en peligro el engranaje, rompiendo un eslabón de la cadena, de la estructura básica y esencial del cosmos político.

Hubo un tiempo en que los músicos rock representaban a ese personaje antisocial, anárquico, que transita su camino individualista y puro, denunciando los abusos de la sociedad opresora y materialista que habita. Muchos los seguían y el materialismo vio en esta figura un esteriotipo merecedor de la mejor explotación comercial. Pronto la MTV, la Rolling Stone -y otros espejos comerciales de personalidades- adecuaron esas individualidades a modelos prototípicos para ser consumidos y facturados en las cuentas bancarias del mercado social. Tanto los iconos antisociales como los seguidores de los iconos antisociales se incorporaron rápidamente al mercado común del dinero y la sombra de Bob Dylan con sus Ray-Ban de pasta o la de Lennon en su Rolls psicodélico no se escapó de la mirada de aquellos emprendedores que vieron en el individualismo la mejor alianza con el capitalismo global.

Todo se ha socializado materialmente de tal manera que hasta la espiritualidad forma parte de ese nuevo mercado de mp3, webs, dvds, e-books, cds virtuales de transmisión de ondas alfa, etc.

¿A dónde ir para encontrar algo verdadero? Algo que pueda llamarse sinceramente libertad, individualidad, espiritualidad, verdad, conocimiento, realidad… ¿A dónde ir para encontrarse uno realmente a sí mismo sin que le atosigue el mercado, la acción social necesaria para la construcción individual del argumento de nuestra vida: el dinero?


Desgraciadamente el alma también es moneda de cambio como las botas del último futbolista o roquero de moda. Y, sobre todo, el alma, al ser algo que no se ve, puede ser representada por cualquier cosa que lleve el sello Zen, Yoga, Tai-chi, junto a una ® como signo de su autenticidad y originalidad.

Presenciar el instante es una puerta abierta a lo eterno, pero no nos queda ya nada original que presenciar; salvo a nosotros mismos, sin más.


Publicado en el diario La Verdad el domingo 9 de noviembre de 2008

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